El único y verdadero The Legend of Zelda es el primero.
Creo que no iría tan desencaminado con esa afirmación. Si conocéis la famosa historia en la que Miyamoto en su infancia encuentra una cueva, sabréis que The Legend of Zelda nace a partir de esa experiencia. De la exploración.
Explorar ya tiene intrínseco en su significado descubrir algo que nos es desconocido. La de no saber qué nos vamos a encontrar. Podemos tener una idea más, o menos formada, pero nunca la certeza de qué es lo que finalmente hallaremos.
Y esa sensación solo la evoca el primer The Legend of Zelda. Y quizás la última entrega principal de la saga.
Sin un punto de ruta claro, con un completo desconocimiento y sin mapa con el que guiarnos, The Legend of Zelda lleva la exploración a lo más puro. Es, en resumen, la única entrega de la saga que verdaderamente capta la sensación que Miyamoto quería transmitir.
El comienzo de la fórmula
El tercer videojuego de la saga fue el que cimentó las bases jugables y estructurales de absolutamente todas las futuras entregas principales, a excepción de la última.
La exploración quedaba relegada a un segundo plano (objetos y misiones secundarias). Mientras lo principal, los templos, se encontraba mucho más guiado. Y no me malinterpretéis, el descubrir cómo entrar al templo y una vez dentro buscar la manera de avanzar también es una forma de descubrimiento. Sin embargo, el “sense of wonder”, la sensación de quedar fascinado ante lo descubierto, no consigue el mismo valor ni asombro.
A pesar de ello, la exploración siguió siendo un pilar central en la saga. Con las diferentes mecánicas que brindaba cada título, las maneras de descubrir algo eran muy diversas y originales.
Tal vez fue The Wind Waker quien más se acercó a aquella primera sensación por las varias islas que decoran el vasto mar. Pero seguía sustentándose en una estructura tan rígida que las posibilidades de exploración se quedaban más bien limitadas. Especialmente notorio al principio de la aventura, como suele ocurrir con los demás The Legend of Zelda.
Las posteriores aventuras supusieron un paso atrás en este aspecto, hasta llegar a una entrega que curiosamente hace una especie de reimaginación de A Link to the Past teniendo su propia historia, personajes y mecánicas; The Legend of Zelda: A Link Between Worlds.
El puente hacia Breath of the Wild
A Link Between Worlds sigue y a la vez rompe con la estructura que perduró durante más de 20 años en la saga. Con un cambio sustancial a la hora de afrontar la historia principal, aunque todavía sin llegar a la exploración tan satisfactoria a la que volvería Breath of the Wild más de 30 años después.
A Link Between Worlds deja tímidamente de lado la linealidad permitiendo al jugador realizar los templos en el orden que desee y portando en su equipo los objetos que crea convenientes.
Dicho cambio, supone una discreta rotura de las convenciones establecidas en la franquicia. Y da pie a que el jugador esta vez disponga de una libertad que se acerca ligeramente a la experiencia original, ya que todavía no deja de ser un trayecto guiado. Algo que Breath of the Wild tampoco se atreverá a eliminar.
El final de una era
Sin contar remakes, spin-offs y juegos menores A Link Between Worlds (ALBW a partir de ahora) es el último gran Zelda que salió antes de Breath of the Wild. Un videojuego al que se le veía la evolución que iba a dar la saga posteriormente.
Es conservador y revolucionario al mismo tiempo, una especie de remake y algo completamente original. En ALBW existe una constante dicotomía, dos maneras de diseñar opuestas ofreciendo linealidad y libertad. Algo que podemos trasladar a la propia narrativa del videojuego: luz contra oscuridad, Hyrule y el Mundo Oscuro. Además, todos sus personajes dispondrán de su alter ego.
La estructura es prácticamente igual a la que nos podemos encontrar en A Link to the Past. Tres medallones a conseguir en Hyrule y después deberemos realizar siete mazmorras en el Mundo Oscuro. Pero como he dicho, sin haber un orden particular. Especialmente en la segunda parte, que se desarrolla en el Mundo Oscuro. De igual forma, el sistema de objetos cambia completamente pudiendo adquirir cualquiera de ellos prácticamente desde el inicio. Es innegable que la libertad y experimentación del jugador se ve aumentada considerablemente sin subvertir la fórmula.
No obstante, lo que hace verdaderamente especial a ALBW es su mecánica de poder pegarse a las paredes. Link se convierte en una pintura viviente que puede avanzar en un plano 2D llegando a lugares a los que de forma convencional no se podría acceder.
En mi opinión, es la mecánica más original que ha dado la saga. A parte de sustentarse en la mecánica de viajar entre dos mundos y en los objetos que dispondremos. El diseño de escenarios debe tener en cuenta un factor más.
Y por ello, el movimiento y la exploración se ven potenciados sin la necesidad de un mapa más grande. Avanzar por Hyrule y descubrir todos sus secretos es aún más satisfactorio.
El haber dicho que el primer The Legend of Zelda es el único que capta la intención original no significa que los demás sean inferiores. Pero el sentido de exploración se ha ido perdiendo con los años, habiéndose aferrado a una fórmula que comenzaba a mostrar signos de agotamiento. No olvidemos que el Zelda anterior a ALBW, Skyward Sword, disponía de una progresión más bien mediocre y había ideas tan pobres como los llamados “juicios del espíritu” que suponían más bien un suplicio para el jugador. A parte de tener que volver a los mismos lugares una segunda vez.
Por suerte ALBW supone la despedida y el culmen de una fórmula que tan asentada estaba. En definitiva, es un magnífico precedente del cambio que estaba por venir.
Mi afán por evadirme no conoce límites y busco cualquier excusa para viajar a otros mundos comprimidos en libros, discos o cartuchos.
Cuando no estoy cabalgando por Hyrule me gusta ver a mechas y monstruos gigantes pegándose mientras sus protagonistas se replantean su existencia.
Sigo esperando a convertirme en zumo de naranja.