Hasta marzo de 2019 mi relación con los videojuegos de FromSoftware era inexistente. Cuando con Dark Souls, la compañía se hizo más popular y se labró una mayor reputación y nombre en la industria, yo todavía era un preadolescente que seguía disfrutando de su Nintendo DS.
El caso es que no fue hasta varios años más tarde cuando comencé a tener una real devoción por este medio. En ese momento ya fui consciente de que existían dos entregas de Dark Souls, Bloodborne e incluso un antecesor a estos videojuegos, Demon’s Souls. A partir de ese punto no dejé de escuchar y leer “Dark Souls”. Hubo y hay una especie de sacralización con este videojuego, y entonces yo ya supe, que, siendo un apasionado del medio, tenía que jugar y experimentarlo por mí mismo.
Sin embargo, eso no ocurrió, y no fue hasta el lanzamiento de Sekiro: Shadows Die Twice cuando me introduje en una obra creada por FromSoftware. Para ser sincero, no suelo enfrentarme a juegos muy difíciles (aunque hay quien dirá que Sekiro no es difícil sino exigente), por lo que sabía que no me iba a encontrar demasiado cómodo ante el juego que nos ocupa.
Nada más comenzar a mover al personaje principal, quizás por su rapidez y movimiento, me dejó buenas sensaciones, algo que se alejaba bastante de la lentitud y pausa de los Dark Souls. Aquello ya demostraba, que como Bloodborne, iba a ser un juego mucho más agresivo basado en los reflejos y la respuesta rápida.
[aviso de spoilers en este párrafo] Cuando llegué al primer jefe, me di cuenta de que aquello ya comenzaba con una declaración de intenciones, haciendo que el jugador se viera superado de una forma abrumadora. Una batalla que, en teoría, no se podía ganar. Siendo un reflejo de la inexperiencia del jugador ante el videojuego. La cual irá desapareciendo con cada muerte y victoria, y no será extraño que al final, cuando nos encontremos de nuevo en el mismo lugar, ante el mismo jefe, podamos derrotarlo con cierta facilidad. No obstante, después deberemos enfrentarnos a un enemigo mucho más poderoso, y ahí residirá el verdadero reto de la batalla final.
Volviendo a los primeros tramos, una vez aprendidas las bases jugables tocaba enfrentarme al segundo jefe. Totalmente diferente en planteamiento respecto al primero. Mientras que los ataques de Genichiro (el primer jefe) se podían bloquear y esquivar, las dos principales mecánicas para evitar un golpe; el ogro encadenado se sustenta completamente en la esquiva, no habiendo posibilidad de bloqueo ante sus fuertes golpes.
Mediante estos dos duros primeros encuentros Sekiro te cuenta indirectamente que hemos de dominar estas dos mecánicas a la perfección si queremos sobrevivir a lo largo del viaje. Siendo un shinobi, debemos tener un completo control de nuestro cuerpo, sabiendo reaccionar en cada momento, calculando la manera más eficiente de evitar el golpe y contraatacar.
Muy pocos videojuegos han pedido tanto de mi parte como lo ha hecho Sekiro. Cada combate requiere casi una respuesta milimétrica, ya que el juego no se anda con miramientos a la hora de bajarte la vida. Muchos ataques incluso supondrán una muerte instantánea. Teniendo en cuenta, la constante acción-reacción que supone, muchos no tardaron en destacar su naturaleza de juego de ritmo.
Y es cierto, al final en todos los videojuegos se sigue un patrón concreto en los enemigos, más explícitamente en los jefes finales. Pero en Sekiro, al requerir una precisión tan perfecta y una gran concentración para poder anticiparse, quizás se acerca aún más a dicho género. Y eso no solo podemos observarlo en el choque de espadas; sino en saber cuando saltar, en que momento asestar un espadazo o cuando es conveniente exponernos para realizar el satisfactorio contraataque mikiri. Al final Sekiro no deja de ser una sucesión de botones apretados en el momento justo. Solo hay que descifrar cual es la combinación correcta. Si os interesa indagar un poco más en el tema podéis leer este artículo de pcgamesn.
Como imaginaba, estaba ante un videojuego duro que pedía lo máximo de mí frente a cada enemigo y situación. No fueron pocas las veces que estuve a punto de tirar la toalla, me preguntaba si compensaba estar 2-3-4 horas una y otra vez intentando el mismo jefe. Afortunadamente, a pesar de tener una historia lineal, algunos enfrentamientos se pueden evitar, concretamente los mini-jefes. Y si no podía contra uno principal, volvía y lo intentaba con alguno de estos enemigos opcionales que me había dejado por el camino. Me parece un gran acierto la inclusión de estos, puesto que ayudan a “respirar” al jugador. Es decir, si se siente agobiado contra uno de los enemigos de la historia principal, siempre puede intentarlo con los mini-jefes, y conseguir las llamadas cuentas de oración para aumentar la vida y postura y hacer un poco más fácil las batallas principales.
Y es que la postura es otro elemento esencial. Una especie de barra de cansancio la cual irá subiendo a medida que recibamos golpes o nos quiten vida, o al revés en el caso del rival. Otra parte más a tener en cuenta durante el combate que aumenta la tensión e incita a ser todavía más agresivos, puesto que cuánto más tiempo seguido ataquemos al enemigo, menos posibilidades tendrá este de recuperarse. Mediante una buena estrategia y habilidad los enfrentamientos pueden durar muy poco, ya que no hay necesidad de bajar toda la vida del contrincante para rematarlo si subimos al máximo su postura. Algo que va en la línea de lo que Sekiro quiere transmitir. Cada combate se realiza como si fuera el último; tanto nosotros como el adversario suponemos una seria amenaza, y un paso en faso puede suponer el final de uno de los dos.
Como he dicho, muchos enfrentamientos me duraban más que algunos juegos completos por mis, para mí, casi infinitos intentos. Me veía celebrando cada victoria como de si de un gol se tratara hasta que conseguí hacerme camino hacia la antes mencionada batalla final. Lo intenté una y otra vez, fuertemente decidido a completar este videojuego. Sin embargo, esta vez fue diferente. A lo mejor me encontraba ya exhausto por anteriores batallas o quizás pensé que ya era hora de pasar a otra cosa. El caso es que me di por vencido, no pude más. Saqué el disco de la consola, lo metí en su respectiva caja y lo dejé en una balda.
Un año después, he decidido retomarlo. Ya era algo personal, no podía quedarme a las puertas de la pantalla de créditos, debía pasármelo a toda costa. Me puse al día con los controles del juego y sus fundamentos, y sin dar rodeos, fui directo a la batalla final. Llevó varias sesiones, pero mi insistencia dio sus frutos y logré al fin, un año más tarde, ver los créditos de Sekiro: Shadows Die Twice.
Me ha ofrecido una de las experiencias más satisfactorias, porque la verdadera recompensa era darme cuenta de mi mejora como jugador; la del personaje era lo de menos. Y eso ha hecho hacerme sentir un verdadero shinobi. Aunque no haya estado a la altura, por mis incontables muertes, no se puede decir que no lo he intentado hasta el final.
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