Es posible, me pregunto, estudiar un ave tan de cerca, observarla y catalogar sus peculiaridades en tal detalle, que ¿éstas se vuelvan invisibles? ¿Es posible mientras se calibra aburridamente la envergadura de sus alas o la longitud de su tarso, perdamos de vista su poesía? ¿Qué en nuestras ordinarias descripciones de un jaspeado o vermiculado plumaje no nos demos cuenta del lienzo viviente, de las cascadas de cuidados tonos ocres y dorados que haría avergonzar a Kandinsky, de las brumosas explosiones de color que rivalizarían con Monet? Creo que sí es posible. Creo que al aproximarnos a nuestro sujeto con la sensibilidad de estadísticos y taxidermistas, nos alejamos cada vez más del maravilloso y cautivador planeta de imaginación cuya fuerza de gravedad nos condujo por primera vez a nuestros estudios.
Alan Moore, Watchmen.
El abismo del celeste
Tampoco diría que sufro talasofobia. Desde luego, me encanta la mar, me encanta la playa, la piscina, la ducha y la lluvia. Podríamos decir que, como normal general, si involucra agua, estoy dentro, me tienes, me gusta. Desgraciadamente, nunca he podido acudir al encuentro con el litoral, nunca he pasado de ser un espectador superficial, un ser de la superficie que, como mucho, se anima a abrir los ojos bajo una ola. Arena, algas, un par de cangrejos y pececillos de extraña tonalidad…no podría decir que he encontrado mucho bajo esa ola. Yo lo que quiero es nadar junto a tiburones, quiero escuchar el canto de los delfines, quiero descubrir el mundo que nunca he visto y que nunca me ha visto a mí. Me gustaría bajar a ver el mar. Pero no puedo. Soy quien soy y hago lo que puedo hacer. Quizá algún día me halle rodeado de agua y de luz líquida. Quizá en algún momento pueda observar al mundo desde abajo, conocer la clase de cielo que tiene un final y al que puedes llegar moviendo los brazos y las piernas, embutido en un traje de buzo, respirando a través de un tanque, atónito de tanto azul. Hasta que eso pase (si es que llega a pasar), tengo mis videojuegos, tengo mi computadora. Tengo Beyond Blue y a su idealista forma de observar el arrecife y sus habitantes. Beyond Blue tiene al mar comprimido en sus escuetos 4 gigas, y aunque no sea un mar que me moje, y aunque sus seres de carne y hueso sean polígono y pixel, y aunque no sienta un peligro que seguramente sentiría estando ahí, me gusta. Porque me gusta el mar.
Beyond Blue, en su interminable galería de arrecifes, ofrece dos visiones dicotómicas de lo que es, o podría ser, el océano. A un lado, descansa su naturaleza de juego científico, de denuncia en contra de la degradación medioambiental y las cicatrices dejadas en la mar por obra del neoliberalismo; una óptica que encapsula a toda su flora y su fauna y la esquematiza, la etiqueta para que resulte visible en una interfaz intrusiva. Esta faceta es la que menos me ha llamado, porque se balancea sobre un eje en el que la vida no vive si no es catalogada, anexada a una base de datos en la que termina resultando más entretenido simular holográficamente a una criatura viva en lugar de verla vivir, existir en su lugar, en cualquier lugar. Por contrapeso, tenemos nada menos que una poética ludonaútica; una coreografía submarina de colores, aletas y cantos. Un prisma desde el cual el cielo, ése que no resiste al tacto, se transforma en un resplandor fluctuante, una reverberación de luz rota que viaja en límite con el mundo, y que dentro de ese límite, baña al mundo de un sol lejano, ajeno.
Observando exclusivamente a esa primera cara, el juego teje un entramado mecánico que persigue la investigación, la transformación del entorno en una simbología legible, instantánea y digital. Jugar en el océano de Beyond Blue siguiendo significa ir con el visor en ristre, presto para convertir cualquier ápice de vida en una estadística, en un punto blanco y rastreable dentro del inmenso friso azul. Jugar en el mar de Beyond Blue es correr el velo de su enigma, de su génesis erigida sobre el misterio, sobre una tierra que no es la tierra, debajo de un mundo secreto y dinmensionado para una vida que no es la nuestra. Pero el juego insiste en que sí, en que lo importante somos nosotros, en que el verdadero candor que podría existir en la música de una cría ballenesca, reside en su entrada del códice, en su empaquetamiento como centímetro en una infografía marina. Es una filosofía que transforma el grácil movimiento de una aleta, o las manchas de una tersa joroba en un pedazo de biblioteca, en un jirón de datos que apenas es más interesante que ver a la ballena bailar. Jugando así, con una pantalla que me intoxica de información, no puedo evitar pensar en esas láminas del colegio, hojas de revista que enjaulaban el espectáculo de la vida en un par de renglones, en unos escasos centímetros cuadrados. Formas de vida que sólo estaban vivas en tanto nos obsequiaban su información, en tanto se postraban para servir a nuestra colección de conocimientos, de mapear el infinito que significa submarino.
A esta faceta de obra divulgativa se le encima una videoteca de mini-documentales. Una suerte de categorizaciones audiovisuales que parecen querer permear al absoluto de la experiencia con entrevistas y testimonios de gente entendida sobre los océanos. El problema es que eso no es un juego, no toca al juego, no cambia al juego, no forma parte ni le interesa formar parte de la experiencia de lo absoluto que significa ponerte el traje, conectar el respirador, y flotar, inmerso, inerme. Si hiciéramos una concesión tensada hasta los límites de la obra, bajo la cual una serie de videos explicativos tuviera cábida en el espectro jugable, sería como una enclenque relación temática, como una forma de desempolvar el innecesario porqué detrás de ese giro, de esa oscilación, de cada técnica natatoria y de sus nadadores.
O al menos para mí se vuelve innecesaria. Porque cuando empiezas a notar que esta obra se construye, precisamente, sobre una tendencia a lo cuantificable, toda la poesía que pudiera existir entre sus gotas de agua queda oculta, vedada por unas criaturas que no son más que cápsulas consumibles de información, inexpugnable por existir en un entorno datificado, rendido a lo meramente documental. Este juego es la sublimación del tópico del códice. Es el códice convertido en videojuego. Una entrada de biblioteca jugable, navegable según unos arrecifes preciosos, pero habitados por volumetría, barnizados de conductas y existencias simuladas no lo suficientemente bien, no lo suficientemente vivas.
Puesto así el escenario, me cuesta no sentir que mi tendencia a lo poético no es exclusivamente eso, una imposición mía, un parámetro forzado, sin espacio dentro del mar de información que es Beyond Blue.
Me resulta tremendamente irónico que hasta su título le juegue en contra. Más allá de lo celeste, más allá de la barrera infranqueable que supone haber nacido como ser pulmonar. Beyond Blue se me antojaba como una odisea hacia las entrañas del mundo, un navegar hacia lo no navegable, espacios en los que la pequeña poética, el verso de los instantes, floreciera con el canto de las ballenas, con el balido de los cachalotes, y los densos nubarrones de pececillos, tercos por reclamar su pedazo de visualidad. Dentro de las cosas que esperaba de Beyond Blue, ninguna era tan importante como esa, una esquina personal, un retazo de espacio en el que ver cómo el mundo cobra forma. Y aunque eso no signifique que no haya un evidente valor dentro de sus convicciones de investigación y de ecologismo videolúdico, no dejo de pensar, de imaginarme lo que habría sido si hubiera preferido ser océano antes que oceanografía. Que poner una barrera entre mí y mi presencia en su mar.
Porque se controla bien, porque se ve y se escucha demasiado bien. Porque como producto cumple con lo que te asegura. Si estás dispuesto a dejar pasar unos personajes vacíos, como meros interlocutores de enciclopedia virtual; si no te importa observar a unos seres que sólo viven en tanto informan; si tienes la capacidad de pretender que estás, efectivamente, rodeado de mar y no de azul abstracto, entonces este juego puede bastarte.
A mí me bastó, aunque sólo por momentos. Pequeños rasguños en su superficie divulgativa que permiten vislumbrar un horizonte de poesías; fracturas en su tejido de informes y análisis topográficos que guardan celosamente un enigma primigenio. El enigma que puede ser el mar. El infinito que significa submarino.
Beyond Blue llega a navegar por aguas que ya han sido navegadas por otros. Llega a una escena en la que Abzü, con su discurso ecológico encajado en una kinestesia deliciosa, ya estremeció en los abismos de la poética ludonaútica; en la que Subnautica ha diluido la narrativa ambiental en un apartado lúdico de respeto por las formas de vida, de existir en consonancia con lo desconocido; llega detrás de Endless Ocean, que en el ya lejano 2011, dio forma al perfil del videojuego sub-marino. Beyond Blue se ve fracturado por sus ganas de intentar serlo todo, de no poder distinguir qué es a lo que ha venido.
Y aun así, como ya he mencionado, me gusta. Porque es de las presentaciones acuáticas más gráficamente impactantes de las que se han hecho. Porque poner sus controles al servicio de la fluidez significa sentir, al menos en lo corpóreo-imaginario, que estás ahí, que el mundo de tu alrededor cobra peso y longitud. Porque a pesar de sus disonancias, da un mensaje importante, y sabe darlo de forma en que te importe, que te preocupe. Porque me gusta el mar, y aunque este juego no termina de ser el mar, empezar es algo muy válido a la hora de enhebrar un mundo.
Infinito amor a los de E-Line Media, por cedernos una copia de prensa para la realización de este texto.
Un día comencé a escribir sobre lo que los videojuegos me hacen sentir. Parecía tener sentido. No he dejado de hacerlo; no lo dejaré de hacer.
Escribo para Isla de Monos.
Estudio Lengua y Literatura de Hispanoamérica.
En general, soy una persona.