Al jugar videojuegos, es fácil acostumbrarse a uno mismo. Siempre me pareció algo curioso, cómo en un medio en el que los límites para la interpretación prácticamente no existen, los estudios se cierren a ofrecer experiencias puramente antropológicas. Juegos en los que somos, sino absolutos seres humanos, formas antropomorfas que en nada se diferencian de nosotros a nivel mecánico. Incluso en títulos que se permiten explorar formas más allá de las propias, las mecánicas y narrativas alrededor de esas formas no cambian nunca. Siempre el homo Sapiens, nunca el homo Ludens.
Este no es un problema que suelan tener las otras artes. Incluso en la época antigua, con un medio que podría parecer tan conservador como el de la pintura, ya se exploraban cauces que apartaban al ser humano del discurso, con corrientes como el surrealismo y el futurismo, en los que el hombre se hacía a un lado, y dejaba el podio a las máquinas, a las sensaciones o la naturaleza rota que sólo el arte podía ofrecer. En la literatura, el cubismo hacía de las suyas, con los párrafos de flujo de conciencia, la perspectiva fragmentada y la psique explorada en criaturas míticas. Y los videojuegos…los videojuegos siguen girando alrededor de nosotros, como si vivir la vida a diario no bastara, y hubiera la necesidad de emularla a través de pixeles.
Tenemos simuladores para cualquier actividad humana, CUALQUIER actividad humana. Y si no se trata de una actividad humana, no te preocupes, tu estudio favorito traduce cualquier otra perspectiva para que hable tu lenguaje. De ahí que experiencias en las que se es un animal u otra clase de criatura acaben siendo historias en las que el protagonista resulte perfectamente sustituible por personaje humano de videojuego genérico número 5849; porque no hay un interés legítimo en explorar otras formas de existir y experimentar la existencia, sólo el traer otras formas físicas al campo de significación de lo humano. Queremos que todo y todos sean como nosotros, buscamos que todo esté hecho a nuestra imagen y semejanza.
Esto era tendencia, al menos, hasta hace un par de años. De pronto, un par de desarrolladoras se dieron cuenta de que eso de interpretarnos a nosotros mismos en un medio que permitiría cualquier forma de expresión física, pues como que no era tan creativo. Y gracias a esa necesaria y repentina lucidez, hoy podemos disfrutar de obras valientes, distintas, complejas y brutales. Obras como Rain World.
Vanguardias jugabilísticas
En el título de Videocult, encarnamos a un híbrido entre un gato y una babosa, y decir eso ya implica demasiado. Porque nuestra propia masa va a definir nuestra manera de movernos por el mapa. Podemos saltar y balancearnos, con una agilidad felina más o menos estable; podemos deslizarnos y abrirnos paso a modo escurridizo entre tuberías y sistemas de drenaje; podemos usar nuestra fusiforme anatomía para nadar y bucear. También, porque el gato y la babosa no son los más grandes depredadores, podemos convertirnos muy rápidamente en el desayuno de algo más grande, más poderoso y feroz.
Y es que el mundo está poblado de cosas. Cosas que al igual que tú, importantísimo jugador, existen en este universo, se alimentan y viven en él. Te recuerdan constantemente que la naturaleza funciona siguiendo una escala jerárquica precisa e inviolable, y que dentro de esa escala, serás violado de forma precisa.
Aquí lo común es que estés yendo no muy tranquilamente por la plataforma, saltes un vacío y de repente ni te enteres de lo que te ha matado. Porque los creadores confían en que tienes un cerebro funcionando entre ceja y ceja y que la próxima vez tendrás más precaución al pasar por ahí. Quizás observes con antelación antes de desplazarte, y te enteres de que ese depredador invisible siempre estuvo frente a ti.
Para esto, el juego lanza una riquísima plétora de criaturas tan hermosas como aterradoras. Hay monstruos que dan miedo por el simple hecho de ser como son, de tener ese aspecto que nos desconcierta tanto a cada nuevo tentáculo; a veces da pavor el sólo ver cómo ese engendro mueve sus extremidades frente a sí mismo, saboreando el miedo y sobre todo la incertidumbre. Esa incertidumbre que en ningún momento deja sólo al jugador, y que le va creando una sutil paranoia. Poco a poco, nos damos cuenta de que en este mundo, oh sorpresa, no somos los dueños de nada, no vamos a cambiar el curso de las cosas, no somos los que dan órdenes y el juego no es un juego que nos vaya a obedecer.
Dicha bestialidad permea al diseño narrativo del título. Una historia que, si no ponemos atención, puede ocurrir frente a nosotros sin que nos demos cuenta, porque está codificada, igual que con ABZU, a través del escenario. Valiéndose de lenguajes y símbolos que habremos de ir desentrañando sin más ayuda que nuestra propia percepción. Y será nuestro trabajo, una vez más, desenvolver los recovecos argumentales que esperan en cada oscurecido páramo de esta húmeda tierra. Ir hilvanando los hilos de su trama se antoja, ciertamente, complicado, especialmente porque casi todo el tiempo el jugador tiene en mente el sobrevivir antes de que llegue la lluvia e irremediablemente se lleve todo por delante; así que sí, un argumento que tiene que buscarse en un mundo en el que buscar equivale a meterse en el rincón de una bestia ignota. ¿Alguna forma mejor de ahuyentar a los jugadores que busquen sentirse en un mundo convencional?
Diluvio y Nihilismo
Y toca adaptarse. No sólo a la existencia de estas criaturas (lo que ya es bastante) sino al hecho de que el juego nunca te pone en ventaja frente a ellas. Los otros depredadores y presas, al igual que tú, pueden desplazarse a través de las distintas habitaciones que componen a los escenarios, de modo que, si huyes de una sala pensando que ello pondrá tierra entre tú y tu muerte, la muerte te persigue hasta tu lugar seguro, y te ayuda a darte cuenta de que es algo tan lógico que duele. Ellos también viven aquí, esta es tan su casa como tuya. Y en esta casa no caben todos.
No eres dueño ni de ti mismo. Porque le perteneces al bioma, eres sólo una parte del macroscópico entorno que te envuelve, y no puedes escapar ante tu condición. Le perteneces a tu depredador, le perteneces a la lluvia que no deja de llover, le perteneces a la flora y la fauna de este mundo extraño. Si toca ser comido, si toca ser ahogado, si toca ser brutalmente despedazado, es lo que toca y ya está.
El nihilismo se hace presente, como una secreta dicotomía que explota genialidad en esta obra. El nihilismo es la lluvia. Lo inevitable, aquello con lo que nada puede ni podrá. Algunos podrán argumentar que es ilógico decir algo así, que si se trata de una experiencia alejada del antropocentrismo, ¿cómo puede lograrlo a través de una corriente filosófica? Precisamente así. Porque el nihilismo es la filosofía que rechaza a la filosofía; es la única corriente que nos desanexiona, elegantemente, de nuestra propia existencia.
Y el diluvio es la perfecta traducción mecánica del nihilismo porque sucede y nadie pueda evitarlo; porque se lleva todo por delante y cancela cualquier ápice de esperanza, de humanidad y de progreso. El agua nos mata, ya sea llenándonos o ya sea abandonándonos de forma absoluta, es nuestro pase a la muerte y a la vida, y nos niega cualquier otra concepción de existencia que no sea el aquí y el ahora. Nos obliga a interrumpir nuestros planes, nuestros objetivos, nuestras ansias de significarlo todo, y refugiarnos en nosotros mismos. Y esperar que no sea esta nuestra última noche en el mundo.
Claro, esto no quiere decir que el juego te deje absolutamente vendido. A lo largo de tu travesía, encuentras decenas de maneras de compensar tu debilidad mórfica, pero es que más que nunca, esas formas las debes hallar tú; tú tienes que buscarte el cómo actuar ante cada situación. No hay tutoriales ni consejos, ni nada que intermedie entre tú y la experiencia inmediata de sobrevivir. Es Incluso el trabajo del jugador descifrar qué significan los elementos de la minimalista interfaz, y obrar en consecuencia de ello.
Porque este es un mundo en el que humanidad significa tan poco como una gota a mitad del diluvio. Es una experiencia frustrante por el simple hecho de que es diferente. Es adoptar un disfraz absolutamente distinto, es entrar a un universo con unas reglas diametralmente opuestas a las de la realidad, es hacernos a la idea de que vamos a sentirnos como una criatura que no existe.
Vamos, que es sentarte a jugar un videojuego.
La forma del futuro
Ahora hay más títulos que juegan bajo reglas desconocidas y exploran lugares nunca antes vistos, como el reciente Untitled Goose Game, o el ya clásico Samorost 3; pero, aunque esas obras jueguen con la idea de deconstruir el reinante antropocentrismo en las filosofías de diseño, es un juego como Rainworld el que nos muestra el camino a seguir. Es aquí donde los desarrolladores dan un salto para abrazar ese lado más experimental del octavo arte. Por el camino quedarán algunos jugadores que vean en el planteamiento de estos títulos más un insulto que una innovación, pero nadie dijo que el camino hacia la madurez de un medio estaría exento de sangre.
Convertir actividades simples y a menudo olvidadas, como el comer, en mecánicas completas; diseñar escenarios conectados a nivel superior entre sí; poblar estos escenarios de criaturas cuyo rol en el ecosistema hemos de descubrir a base de experiencia; et caetera, et caetera.. Esas son las características más destacadas en la ruptura que Rain World realiza, pero no quiere decir que deban ser las únicas ni, sobre todo, las últimas.
Y si nosotros aceptamos que ser nosotros puede ser aburrido, puede que las desarrolladoras tomen nota de ello, y nos ofrezcan narrativas que se alejen de la simulación, y nos aproximen a la innovación. A campos libres de esa ya cansina humanidad, en los que explorar libremente otras formas de existir. Otras formas de jugar.
Un día comencé a escribir sobre lo que los videojuegos me hacen sentir. Parecía tener sentido. No he dejado de hacerlo; no lo dejaré de hacer.
Escribo para Isla de Monos.
Estudio Lengua y Literatura de Hispanoamérica.
En general, soy una persona.