Creo que hay algo de inconmensurable acerca de la música. Sensaciones tan volátiles que la aparatosa pluma, ávida de pausas y contemplaciones, no logra delimitar. La música es a la vez instante y eternidad, segundo y milenio, punto contra pincelada. Hay canciones que se abren tanto paso a través de mí que me obligan a imaginarme películas enteras; hay canciones (pocas) que me han sembrado varias lágrimas en los ojos, y que me salpican la consciencia de virutas sensibilizadas; hay, mucho más al fondo, canciones que me han obligado a detenerlas, con las que tuve que suspenderme del sonido porque era demasiado, porque no era posible que lo que estuviera escuchando fuese algo que me pasó a mí. Si el lector me hubiera preguntado sobre estas sensaciones hace dos días, todos esos recuerdos habrían salido jamás del cajón de la memoria; quizá le hubiera inventado alguna floritura, algún hábil atajo versificado que me permitiese salir airoso ante un desconocimiento absoluto de mi propio registro musical. Para fortuna mía y del lector, hace apenas un día me he sumergido en el océano vibrante y electrizado de Sayonara Wild Hearths. Quise bucear hasta el fondo, pretendiendo hallar alguna suerte de foso, un abismo repleto de psicodelia, y unas criaturas nacidas del neón que me llevaran por arrecifes sintetizados. En lugar de todo eso, me encontré con algo mucho más sencillo, mucho más honesto, y mucho más humano. Al fondo de Sayonara Wild Hearths, me encontré con un corazón roto, con un pulso débil, como una melodía venida a susurro.
No sé si el corazón era de la obra, o si era el mío, o el de los dos. Quizás, mientras conducía por sus desiertos de incertidumbres y me enfrentaba a mundos paralelos, la propiedad de ese corazón quedara en la irrelevancia. Después de todo, ¿a quién le pertenece una canción? ¿Qué corazones laten al ritmo de qué melodía? ¿Por qué estas melodías me han hecho llorar, parar y sentir? Eso, quizás, sí lo sepa.
Psicoacústica metabolizada.
En el primero de todos sus niveles, Sayonara es una oda al sonido pop. El género es importante no sólo por marcar el acercamiento que tiene al título al ritmo, al color y a los instrumentos, sino porque, como un escrito que instaura un antes y un después, sabe que podría conformarse con manipular su semántica, quedándose en una cómoda pero efectiva maestría catedrática, y en lugar de eso, prefiere ceñirse a la imagen del revolucionario, del joven que contra toda expectativa y contra la propia norma se abre paso no para seguir una cátedra, sino para hacer surgir la propia. Wild Hearths entiende que para crear es necesario destruir, desarmar los fósiles de una ficción que se va quedando cada vez más anticuada, y construir una bestia nueva, ajena a la selección natural, ajena a la evolución y a las leyes musicológicas. Lo mágico en este caso es la bestia en sí, metamorfoseada en su forma, construida sobre una base de sólida nostalgia. Sayonara trae a la palestra de lo contemporáneo un esqueleto tan olvidado y vespertino como el de la música pop (nótese como la propia palabra crea disonancia en el párrafo), y lo revitaliza con puñetazos de electroshock lisérgico y tenebroso.
En esta parte, el juego no se anda con nimiedades.
Cada canción altera la geografía, la velocidad, el ritmo, los colores, los movimientos y, sobre todo, las emociones. Mientras iba de nivel a nivel, la sorpresa no paraba de crecer. Llegaba un punto en el que me decía a mí mismo que ya no podía ser más creativo, y que, si tenía alguna otra carta oculta bajo la manga, sería una pálida imitación de lo ya visto. Llegaba un punto en el que ya no podía quedarme sin aliento porque eso significaría morirme, y Sayonara, indiferente, me seguía matando.
Encima de sus intentos de asesinato, me remataba con una añoranza, oculta en alguna carpeta raíz de mi red neurológica. Sus voces metálicas, sus sintetizadores a medio camino entre lo romántico y lo melancólico, la vulnerabilidad de sus letras enfrentada a la violencia de su ritmo; todo contribuye a sacar a la luz una biblioteca entera de memorias. Todas las voces que este juego grita hacen renacer a uno de tantos mundos de antaño, y por extraño que parezca, se siente como si acabara de crearse, como si esa ciudad diseccionada por la gravedad y los desamores fuera.
Si te has hallado entre las letras de un verso; si has vuelto a la vida gracias a una canción; si te has reconocido, perdido entre playlists infinitas, es probable que este juego te funcione como una suerte de espejo mágico. En él no te verás más bello, ni más alto o astuto. Sencillamente, de entre todas las cosas que puedes pedirle a un espejo, lo que encontrarás en él será una sonrisa sincera, un gesto amistoso de ti para ti. Cariño y comprensión, ganas de vivir el futuro, querer seguir jugando y seguir sintiendo al jugar. Todo pasa tan rápido y es tan poderoso que ni te das cuenta de lo mucho que deja en ti cuando termina, cuando después de una hora de sonidos sintéticos y melodías rápidas, todo lo que queda es una persona en una habitación, y el melancólico tañer de una guitarra acústica. Cuando un corazón roto, el tuyo y el de la obra, el de ambos, se ha visto reparado. Y ha vuelto a latir.
Sayonara, Corazón Salvaje!
Un día comencé a escribir sobre lo que los videojuegos me hacen sentir. Parecía tener sentido. No he dejado de hacerlo; no lo dejaré de hacer.
Escribo para Isla de Monos.
Estudio Lengua y Literatura de Hispanoamérica.
En general, soy una persona.