Abandonando al Triple A he hallado más satisfacciones que decepciones, y esta premisa supondrá el eje central del siguiente artículo.
La industria del videojuego ha mutado en los últimos años. Para bien. Recuerdo que los inicios de la séptima generación se convirtieron en un erial de juegos que supusieran auténticos retos para el jugador. El diseño, debido a las ansias por amortizar y generar beneficios en proyectos cada vez más costosos, lindaba en lo absurdo, pues el usuario de videojuegos sentía que se le trataba, en algunos casos literalmente, como a un bebé que era incapaz de procesar la información por su cuenta y, por tanto, actuar en consecuencia. De ahí que afloraran títulos “pasilleros”, repletos de tutoriales, con curvas de dificultad inexistente (o risibles), etc. Demon’s Souls (From Software/SIE Japan Studio, 2009), por el contrario, supuso un soplo de aire fresco al respetar la inteligencia y la habilidad del jugador que abraza los retos en el videojuego. A su modo, fue un título revolucionario.
Como decía al principio, durante la octava generación, ya fenecida, y el inicio de la novena, la industria del videojuego ha visto y está viendo cómo las obras difíciles, enraizadas en lo clásico pero sin renunciar a los estándares actuales, han resurgido y se han establecido entre nosotros. Mientras que antes imperaba, por vicisitudes del mercado, el videojuego lineal y sencillo, ahora contamos con una miríada de juegos que van desde lo puramente narrativo en los que la interacción se limita a pulsar un botón o dar un click muy de vez en cuando a obras que rayan lo desesperante al exigir del jugador una dedicación y una habilidad fuera de lo común para poder disfrutar de esas obras en plenitud.
Hoy os vengo a comentar mi “salto” hacia estos títulos, sean contemporáneos o no, que requieren de mucha habilidad, paciencia y gestión de la frustración. Entre tanto Triple A clónico, diseñado para satisfacer a la gran mayoría de jugadores y supeditados a estrictos estudios de mercado, el videojugador puede hallar un oasis de superación mediante el trance.
Como todo jugador le ha pasado en algún momento, yo también observaba sombras producidas por un fuego en el interior de una caverna. Me dejaba influenciar por lo que decían las revistas, sus notas o incluso la opinión de los proto-influencers (que han derivado en un auténtico batallón del pasmo). El año que cambió mi mente fue el año 2010. La crítica “espezializada (con zeta)” ponía por las nubes a títulos tan mediocres como Final Fantasy XIII (Square-Enix, 2009/10), continuistas y poco inspirados como God of War III (SIE Santa Monica Studio, 2010) o encumbraba obras resultonas pero insustanciales como Uncharted 2 (Naughty Dog, 2009).
Mi mente cortocircuitó. No comprendía el porqué de tantas alabanzas rematadas con notas altísimas hacia obras que me parecían tan sumamente mundanas. Necesitaba crearme mi propio camino, pues la senda de la corriente principal o mainstream me conducía a un destino repleto de sinsabores y ninguna miel. Descubrí la exploración no “pasillesca” influenciada por obras como The Legend of Zelda: Ocarina of Time (Nintendo, 1997) o Legacy of Kain: Soul Reaver (Crystal Dinamics, 1999) como fue el primer Darksiders (Vigil Games, 2010), Bayonetta (Platinum Games, 2010) y Demon’s Souls.
Este trío de títulos, siendo sincero, obtuvieron un recibimiento espléndido por la crítica y la comunidad de jugadores, pero ensombrecidos por los Triple A de la época, a todas luces inferiores y menos inspirados. Fue un viaje iniciático en el que abandoné el seguir guiándome por la opinión de los demás, fuese cual fuese su origen o prestigio.
Observando mi colección de títulos adquiridos durante la octava generación para Playstation 4 y PC, más del 50 % de Triples A que he adquirido pertenecen a los años 2019 y 2020. Obviando, por ejemplo, Bloodborne (From Software/SIE Japan Studio, 2015), Resident Evil 2 (Capcom, 2020) y Resident Evil 3 (M-Two/Capcom, 2020), la gran mayoría, Triple A de esta generación me han decepcionado y/o aburrido: The Witcher 3: Wild Hunt (CD Projekt Red, 2015), Horizon: Zero Dawn (Guerrilla Games, 2017), God of War (SIE Santa Monica Studio, 2018) o Final Fantasy VII Remake (Square-Enix, 2020). En mi defensa diré que solo adquirí en propiedad The Witcher 3 (muy baratito en su versión GOTY) y Final Fantasy VII Remake (una oferta en reserva que rebajaba el título en casi un 30 % su PVP).
En resumidas cuentas, salvo excepciones muy excepcionales, esta generación ha sido la consolidación de mi cambio de mentalidad. Solo consumo los Triple A que sé que me van a gustar e ignoro todo el ruido que surge alrededor de los grandes proyectos. Ello no quiere decir que mi postura sea la correcta o que tenga la verdad absoluta, sino que intento transmitir la idea de que cada uno de nosotros tiene que guiarse por sus gustos e instintos. Puede parecer una obviedad mil veces repetida, pero no solemos aplicarla en nuestro día a día al defender a vacas sagradas por el mero hecho de que su producción haya costado docenas o cientos de millones de dólares.
No intento, por ende, sentar cátedra ni convencer a nadie. Solo transmito un sentimiento. Con esto quiero decir que no menosprecio al jugador que siga disfrutando de los Triple A ni nada parecido. Reitero, gran parte de este artículo va dirigido a transmitir un sentimiento personal.
Una vez se abandona el Triple A, uno descubre maravillas del pasado y del presente. Son títulos sin complejos ni subordinados a tendencias de mercado. Los últimos días he dedicado a jugar prácticamente en exclusiva a Wild Guns (Natsume, 1994). ¿Cómo puede ser que una obra de 26 años me haya divertido y absorbido más que grandes leviatanes como lo son Final Fantasy VII Remake o The Last of Us – Part II (Naughty Dog, 2020)? No tengo la respuesta, solo sé que títulos como Wild Guns, Wallachia: Reign of Dracula (Migami Games, 2020) o Streets of Rage 4 (Guard Crush/Lizardcube, 2020) me han hecho entrar en trance.
El trance (hay quienes lo llama la zona) es un estado de comunión en el que entra el videojugador con un juego de mecánicas simples pero profundas y cuya dificultad es superior a la media, requiriendo del usuario concentración y un desarrollo de las habilidades máximas. Me ocurrió este verano con Gradius (Konami, 1985) o recientemente con el citado Wild Guns. El trance te conduce a un camino de obsesión por completar un título con un solo crédito, del tirón. La adicción y diversión son totales. No hay nada más.
Lograr 1CC (one-credit-clear) consume el mayor tiempo de mi ocio y toda mi energía como videojugador, pero es una experiencia cercana a alcanzar el Nirvana. Invito a los jugadores a que dejen sus complejos y prejuicios y que se lancen a por estos juegos “difíciles”, que parecen retos imposibles. Una vez te sumerges en ellos y retornas a los juegos mainstream, obtienes otra visión, te vuelves más crítico pero también aprendes a disfrutar de los pequeños detalles. Tus sentidos se agudizan y adquieres un acervo como jugador bastante valioso y enriquecedor. ¿El problema? Entrar en estos caminos te llevan a la siguiente conclusión: cuanto más juegas, mayor es la sensación de que no sabes nada. Ignoro si esto es positivo o negativo, solo lo refiero.
Abandonar el Triple A me ha conducido a sendas ignotas, preñadas de oasis y vergeles que antes no podía siquiera imaginar. No es una postura exclusiva ni excluyente para con las grandes producciones. Seguiré jugándolas, pero seré prudente y jamás volverán a venderme un hardware de entretenimiento ni ocuparán un espacio destacado dentro de mis preferencias.
En un inicio, este artículo iba a tratar sobre mis cartas favoritas, artísticamente hablando, pero Wild Gun lo ha cambiado todo…
Comparto la idea general del artículo. Más precisamente la filosofía de buscar lo que a uno le interese, tratando de comprender los motivos, y sin dejarse influenciar por lo masivo. El resultado me satisface. Y esto no quiere decir evitar todo lo masivo, sino que el interés por algún título en particular sea genuino.