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Death Stranding: El crepúsculo de las horas
Por Ricardo Guerrero Publicado en Artículos, Destacado, PC en 3 agosto 2020
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No conozco a nadie que no haya querido escapársele al tiempo. Toda la existencia humana parece un constante querer huir de las manecillas. El tiempo nos preocupa y nos ocupa, nos llevó a erigir ciudades, a levantar monumentos, a fijar instantes en celuloide y a encadenar en papel nuestras emociones. Siempre nos hemos movido al ritmo del Tic-Tac, late en cada acción emprendida. Este texto, este blog, este juego y estos pensamientos que estoy pensando y transcribiendo ahora, son el resultado de querer desafiar a las horas. Vemos a los ancianos sentarse para intentar no sentir su paso; y los jóvenes nos arrojamos en busca de la escapatoria, de exprimir el jugo existencial de todas las cosas, antes de que todas las cosas terminen. Hemos querido enfrentarlo, asesinarlo, sacarlo de nuestra lengua y de nuestra mente. Pero él permanece, ahí, nebuloso, hermético, infinito.

La ansiedad cronológica es tal que hemos intentado, incluso, negar su existencia. Yo desde luego no creo en el tiempo, no sé nada de instantes ni de eternidades. Yo creo, más bien, en las rutinas, en los hábitos y las revoluciones, en la acción y la inacción humana, pero sobre todas esas cosas, creo en la degradación. Creo que nos equivocamos en pensar, en llamarle tiempo a algo, cuando lo que queremos decir es degradación. O Declive.

Días gastados en crepúsculos y albores, paciencias agotadas, cuerpos envejecidos, pasiones menguadas, cosas obsoletas, individuos pasando de adolescentes a obsolescentes en apenas un suspiro. Y a todo ello le llamamos Tiempo.

Otros han querido negarlo trayéndolo a nuestro lado, a nuestra cara de la realidad. Para Octavio Paz, el tiempo era un río, para Borges, noche. Cortázar lo veía como autopista que iba al sur. Para Kant, el tiempo éramos nosotros mismos. Algo comparten estas concepciones, y es el querer amarrarlo, sujetarlo a nuestro entendimiento del mundo, espacializarlo. Uno puede observar y nadar el río, y espejar en su superficie el avance rectilíneo de la vida; la noche es algo tan real que todos hemos acordado dormir en cuanto se aparece; las carreteras, tanto las que van al sur como al norte, suelen vaciarse durante la noche; ¿y necesito explicar lo reales que resultamos para nosotros mismos? Todos guardamos nuestra relación especial con esa criatura anciana y reptante, pienso que la mayoría hemos visto al tiempo, siendo alguna cosa, en algún lugar. Hideo Kojima lo ha visto caer en forma de lluvia, y ha querido hacer de esa lluvia un videojuego entero. Death Stranding no se preocupa por negar al tiempo. Hideo Kojima no le rehúsa, lo rehuye. Escapa, con la vista clavada en aquel espacio álgido, queriendo llegar a pesar de la lluvia. Llegar al lugar en donde no viva el tiempo.

A green plastic watering can
For a fake Chinese rubber plant
In the fake plastic earth

Fake Plastic Trees, Radiohead.

Hideo Kojima llegaba a un AAA configurado por su propia repetición, un reflejo encadenado a una infinita hilera de espejos. La obsesión con la dimensión desproporcionada y el tiempo estirado hasta límites insultantes todavía maceraban un molde que, aunque resquebrajado, aguantaba el peso de toda una industria. Fotogramas, presencias, narraciones, sistemas jugando sobre sistemas, un modelo en plena crisis de identidad. Las inquietudes traían a la palestra los primeros prototipos de definición: grietas que empiezan a tomar forma. La geometría paisajística de Breath of the Wild hacía florecer en los rincones más inesperados reflexiones sobre qué significa un mundo, y qué significa que esté abierto. Red Dead Redemption 2 fluía en un cauce más conservacionista, en una actitud de volver a la tradición y reivindicarla a base de refinamiento, de coexistencias perfectamente simuladas, trenzadas en parajes que saciasen nuestra sed de simulación. Volvía a resucitar el cadáver del «mundo vivo», del mundo hablado según sus ocupantes, un gatillo existencial que se tensaba y se contraía siempre y cuando existiera el protagonista, el todopoderoso jugador y su todopoderosa omnipresencia, una identidad activando aquí y allá los resortes secretos de cualquier espacio videolúdico, emulando la sensación del estar ahora y el estar aquí. Sin embargo, estos resortes, además de activar, inhabilitaban, le quitaban su espacio al espacio, a la geografía, al diálogo mudo que echaba sus chispas entre misión y misión, esa conversación con la topografía que, en algún momento de su trayectoria, cualquier jugador ha sentido, vibrando, a través de los mandos, de la pantalla, y de su propia identificación con el avatar en el mundo vivo.

Kojima llega con un título AAA que carga a sus espaldas el cadáver de su carrera, un Phantom Pain que brillaba por su kinestesia perfecta, contextualizando mecánica y mecanismo alrededor de la pólvora y el crepúsculo de sus infinitamente diversas situaciones jugables, pero que a cambio, opacaba esta emergencia situacional con una diversidad textual casi monocromática. Objetivos indistinguibles el uno del otro, narración dosificada en formatos tóxicos para la legibilidad de su discurso, sistemas inexistentes más allá de lo puramente consumible, y un mundo silenciado, vacío, dolorosamente recreado para no albergar nada más que su propia presencia.

El primer minuto en Death Stranding cancela toda esta concepción. La textura del terreno fluctúa y se amolda ante cada uno de sus accidentes geográficos. Los sistemas se ven armonizados cuando el jugador los navega, conviven en una danza apuntalada por clima, orografía, y peso. El peso del mundo, y el peso de Sam. Basta con dar los primeros pasos para darse cuenta de lo mucho que Hideo Kojima decide visibilizar, traer al campo de lo tangible, y que durante años había estado ausente en el mundo abierto. No es sólo que cada monolito, río y barranco tenga garantizada su existencia más allá de lo puramente decorativo, es que esas existencias encajan perfectamente con la del porteador, con la nuestra. Y dualizo estas existencias a propósito; una cosa es que Sam oscile y pierda el equilibrio, bajando a toda velocidad por un desfiladero tapizado de musgo; que se encorve bajo el peso de un volumen exhorbitante, y que entable a cada segundo un diálogo de pies y manos con las superficies; y otra cosa distinta es el diálogo entablado entre Sam y nosotros, la tenacidad del jugador que recorre kilómetros con los dedos tensados sobre los gatillos, velando por la integridad de esa carga valiosísima; la lectura de inercias y de equilibrios, distribuidos según una antesala que nos permite configurar hasta el más mínimo detalle la disposición de nuestro cargamento. Ambas presencias se encargan de enhebrar un mensaje, una idea y una pregunta: ¿qué es lo que quiere el mundo de mí? Una vez más, la respuesta se pliega en dos.

El relieve

En la primer arista de ese desdoble, reposa la arista física del mundo. El mundo de agua y de roca, de nieve y de cielo, de musgo y de viento; un mundo que quiere ser considerado, que seamos capaces de entenderlo como otra cosa que una amalgama volumétrica unificadora. Es esa la interpretación que cisma a un reparto exitoso de la más absoluta mediocridad. Un repartidor que se empecine en una dialéctica del dominio, será un repartidor que apenas reparta nada, porque, por el camino, esmerado en imponer su presencia por sobre la del campo, perderá equipaje, tropezará con piedras, será arrastrado por ríos, por corrientes de aire, intentará sobrecargarse y degradar la resistencia de Sam debido a una ansia de puntuación basada en la premisa de la recompensa. Ninguna capa dentro de la complejidad videolúdica de Death Stranding se presta a este tipo de acercamientos, razón por la cual, considero, tantos salen frustrados de sus paisajes. Porque te ponen mecánicas, contextos y espacios cuyo único propósito es el de dialogar, de entrar en consonancia con la ideología parapetada en cada uno de sus biomas; es posible detener el viaje, sentarse a disfrutar del rocío, y echarse una siesta a mitad de camino; al final y al inicio de cada odisea, dispones de un cubículo privado, en el que puedes ducharte, revisar tu equipo y escuchar música; hay saunas desperdigados a lo largo de su geografía, en los que disponer de momentos catárticos, charlas hechas de gestos y silencios entre tú y el enigmático B.B.

La segunda arista es la que se encuentra oculta, la que yace debajo de ese chásis distópico-futurista, y que puede distinguirse en la dicotomía trazada entre Sam y el Territorio. La identidad visual de Death Stranding se estructura sobre la hibridación de paisaje poético y estética tecnológica. Es el mundo, con sus cicatrices topográficas, y nosotros frente a él, con nuestros armazones de titanio, dispositivos informáticos y redes empaquetadas de conexión quiral. La fundición resulta en lo humano, en ese subproducto biológico que subordina el entorno a sus caprichos cada vez más específicos. Debajo de sus bandos de ancha, interfaces pixeladas y postales interactivas, palpita un corazón absolutamente humano. Todo la espira en Death Stranding; es el verbo que lo significa todo. Cada faceta de este juego está empañada de humanidad.

Un ejemplo de esta humanidad en la conductualidad física del juego, es el que literalmente nos abre su mundo. En la introducción, la primera interacción establecida con el espacio es una condición climatológica, pero filtrada a través de un concepto que a todos, alguna vez, nos ha hecho temblar: el paso del tiempo, la vejez creciente, palpitante en cada forma de vida. Vemos cómo la lluvia, desinteresada por aquello que toca, acelera la degradación de las cosas, bañándolo todo en una especie de jugo cronológico vitaminado, matando y naciendo en un proceso que se nos escapa de las manos. La sola presencia de este fenómeno metafísico ya nos va introduciendo, despacio, en la temática de esta ludo-tesis Kojimesca. Tiempo y muerte, dos extremos que se tocan en una retórica diametral. » […] So death created time to grow the things that it would kill», diría Rustin Cohle. Mientras veía a las flores convalecer y resucitar en apenas unos instantes, supe que acabaría metiendo esta cita, y a pesar de esta cita, la configuración temática del tiempo no podría ser más positiva, porque aun contando con El Declive, hay un tiempo que se escapa de esta faceta tan horrorosa para los seres vivos, un tiempo sin tiempo, la cadena de instantes que se abre como una grieta entre acontecimiento y acontecimiento: el tiempo muerto, el tiempo del no consumo, el tiempo del vacío y el aburrimiento, una pasta de ausencias presente en todas las cotidianidades posibles, y silenciada como un acto reflejo por el videojuego y las estructuras surgidas a su alrededor. Los mapas de los mundos abiertos llenos de iconografía, de productos consumibles, aglomeraciones vacías más allá de satisfacer nuestro apetito de ocupación, de redireccionar a ese animal desorientado que es el ser del siglo XXI. Estoy hablando, por supuesto, del camino, del viaje, de la espera que lo constituye. Esta jugada (y este juego) nace en el seno de los Viajes Rápidos, de los mundos fácilmente convertibles en escenografía barata sobre la cual suceder nuestra violencia; una jugada de absoluto espanto ante el proceso, el trayecto largo que lo forma, y que en Death Stranding se hace presente a través de su mecánica protagonista: caminar. Andar, bajar, subir, saltar, vadear, cruzar, el ar como sufijo permanente de la retórica lúdica, salpicando Death Stranding y sus dos concepciones del tiempo; una la lluvia que degrada, el tiempo líquido, y otra el espacio que engrandece, cronología sólida, auténtica, absolutamente palpable para cualquiera con un mando entre las manos (o con un par de manos).

La lluvia enlodece los senderos, lo que repercute sobre nuestro peso y nuestro paso. Si intentamos forzar la maquinaria anatómica de Sam, caemos, sin más, nuestra carga se daña y terminamos recolectando empaques manchados y percudidos. Esto también representa mucho, porque el sólo hecho de no poder ser ajenos, en nuestro desplazamiento, hacia los senderos que caminamos, nos ubica en un ángulo de indefensión, pero también de respeto, de entender que nuestro corpus ficcional, perpetuamente representado como incansable, intocable y en general infinito, tiene límites, termina ahí donde empieza cualquier otra cosa que no seamos nosotros. Incluso lo internalizado como exclusivamente nuestro, la inamovible intimidad entre jugador e inventario, se ve tocada por esta filosofía; el inventario permanecía alejado de cualquier representación mundoficcional (salvo contadas excepciones, como Red Dead Redemption o la propia saga Metal Gear), era invisible, carecía de peso, de pulso, era una presencia sólo materializada para cumplir un propósito, o para remplazar a otra presencia ya gastada por la matemática ficticia de la obra. Aquí cada arma, cada escalera y cada cuerda es visible, existe, se nota.

Aquí, todo corre el riesgo de convertirse en un lastre que nos lleve colina abajo, el peso de todas nuestras armas, herramientas e insumos se suma a la balanza. Pero precisamente por eso es tan gratificante ver cómo una planeación que tomó en cuenta la meteorología, orografía y estadística de los encargos se traduce en una entrega sin contratiempos, en una cuerda bien anclada, en una escalera que puentea el río, o en una moto que adapta sus llantas a los caprichos del territorio. Es una locura que la gestión del inventario se torne en un ejercicio táctico, placentero y juguetón; es una locura que uno termine queriendo caminar, escalar más; y es una locura que estos dos engranes embonen tan perfectamente en la complejísima maquinaria sistémica que es el mundo. Aunque quizá no lo sea tanto, porque esto, para variar, es un videojuego de Hideo Kojima. La locura alcanza, la locura vive. La locura llega siempre.

El contacto

Antes de poner mis manos sobre su mundo, no paraba de escuchar la frase: «Tomorrow is in your hands». Sonaba como el panfleto clásico, reciclado, de propaganda para videojuego. La figura del protagonista, del héroe y la leyenda, que llega para ponerle fin al fin del mundo. Acaparar todas las existencias y envolverlas a modo de misiones secundarias, de subtramas y mejoras; ser el tipo que importa. Esa lógica venía de observar a la frase como un conjunto, olvidando en el camino los detalles, los significados individuales, las cosas y no los tipos que importan. En Death Stranding el futuro no recae en ti, ni en tu equipo ni en tu misión, el futuro, para variar, descansa en tus manos, en las mías, y en las nuestras. Son las manos el lenguaje universal de Death Stranding. Hay un mensaje, de esos que te llegan al brazalete inteligente, en el que se te explica que la quiralidad, como concepto, nace de la simetría surgida entre tus dos manos, sus líneas que se complementan en una especie de test de Rorscharch anatómico. Luego juegas y degradas tu existencia en su mundo, y son las manos las protagonistas. La red Quiral, presentada como una super-conexión cibernética, no es más que la unión humana, una cadena de manos que se alarga para abarcarlo todo, y no dejar fuera a nadie. Manos que cargan un paquete, luchando por no ceder ante la tormenta; manos que mecen a B.B, y le convencen de que todo irá bien; manos que se enlazan y manos que se rechazan en una danza biológica perpetua, más allá del espacio, y más allá de la lluvia.

Desconozco si Kojima ha leído la teoría del Dataísmo, desarrollada en Homo Deus por el historiador israelí Yuval Harari, pero esa forma se encuentra presente, al mismo tiempo íntegra y despedazada, en Death Stranding. Por un lado, la conexión a la gigantesca red de datos que es la red quiral, bien podría hablar sobre cómo cada vez es más importante existir dentro de internet, ser alguien en el espacio cibernético. Cada vez más procesos dependen de la conexión, y cada vez más personas encuentran dificultades al no estar conectadas, se quedan atrás. Aquí, Kojima da la vuelta, introduciendo al portador, Sam Bridges, aquel que atravesará cualquier terreno, cualquier condición posible, con tal de llegar hasta los olvidados por el sistema, los residuos dejados por la modernidad. Es importante que el jugador recorra distancia y se involucre a fuego lento con el espacio, porque una de las críticas más frecuentes hacia la era moderna es su supresión de la espacialidad, de la coexistencia en lugares presenciales. La velocidad (degradación de la espera) ha destruido las distancias, ha resumido miles, millones de kilómetros en apenas un botón de tu smartphone. Vivíamos así, a lo lejos de lo demás, separados cada vez más de lo corpóreo, touching from a distance.

No quiero venir ahora con futurología barata sobre la pandemia. Lo obvio es obvio, a todos nos tiene hartos, todos extrañamos el afuera, todos queremos salir, todos queremos tocar, pero ya no a lo lejos. Mucho se ha hablado sobre si esta situación nos cambiará como civilización, de que saldremos convertidos en mejores personas, que si hemos aprendido a valorar aquello que tuvimos frente a nosotros, y así. Yo no sé. Predecir el futuro es muy fácil, lo hace todo el mundo, lo difícil es acertar. Yo hablaré de esta situación desde mi presente, y desde mi experiencia, sin elevarlo a lo colectivo, porque ese nivel es frágil. Death Stranding no sólo repercute en mi forma de percibir el mundo abierto, también mi forma de vivir el mundo físico. Una sola vez he ido al bosque, a las montañas, en la Sierra de San Pedro Mártir, y este juego es un recordatorio constante de que estuve ahí, y de que siempre puedo volver. Recuerdo sentirme idiota rodeado de un mar de pinos, de no mirar más que foresta, nieve, piedra, cielo y hierba. Te cambia, quieras o no. Estar ahí es una sensación que se queda grabada a fuego en tu corteza cerebral, altera tu forma de entender el paisaje, de entender tu magnitud física, y de entender tu relación con los otros. Porque estar rodeado de un silencio tan extraño como lo es el de una Sierra, te hace valorar como pocas cosas en este mundo el ruido humano, el bullicio de un puñado de risas, la voz amiga, la carcajada y el grito. Reconfigura tu acercamiento para con los demás. Ésa es una experiencia que, puedo decir, me cambió como ser humano, y que al volver a la ciudad, me hizo mirarlo todo con una lente distinta, más humana, más de cerca. Death Stranding abraza esa sensación, y crea cada uno de sus conceptos jugables y narrativos alrededor del regalo irreemplazable que es un otro. Pasas horas rodeado de silencio y territorio, dialogando con la lluvia y el viento, extrañando la calidez de una voz, la silueta de un conocido, las estructuras, los lenguajes y los simbolismos. Y luego llegan. Llegan siempre, ellos te están esperando. Llega la música, dejada por un portador amigo; llega la cuerda que alguien puso pensando en los que vendrían después; llega el refugio a mitad de la nada; llega la voz y el holograma de un ser humano que se siente agradecido por lo que hemos hecho; llegan los mensajes; llegan las presencias, llegan siempre. Porque se tardan, porque tienen que surcar ríos y escalar montañas, porque se han caído y se han perdido, porque se han sentido dejadas, porque han querido dejarlo, pero la humanidad llega. La humanidad llega siempre.

Lo humano

¿Y podemos llegar a pesar de la muerte? Ya lo hemos hecho. Todos hemos estado muertos. Todos hemos flotado en la inexistencia. No éramos nada antes de ser quienes somos. Hemos sido entes varados, posibilidades remotas, erizando la piel del cosmos. Cualquiera de nosotros está aquí porque, en algún punto, oscilamos entre la vida y la muerte, el nacer y el no haber nacido. Por eso la fijación con los puentes, no ya entre ríos o entre riscos, sino entre muertos y vivos, el B.B, como símbolo universal de la vida, como triunfo de la vida por encima de la muerte. Uno ya ha conquistado a la muerte por el mero hecho de estar aquí, y por eso es un recién nacido, una vida que se impone, lo que borra a la muerte del mapa, lo que la desconecta de nuestro paisaje, y nos hace llegar, siempre, a ese idílico algún lugar.

Quizá la única cosa más enigmática, más hermética y más infinita que el tiempo sea su conclusión. Al menos el tiempo se siente, se sabe que cae sobre nuestros hombros mientras pasan los años, ¿qué cae sobre nosotros cuando nos vamos para ya no volver? ¿Tierra? ¿Llanto? ¿Lluvia? ¿Un ataúd y un millar de flores? Todo conjeturas, todo posibilidades, todo falsedades, insondables, inabarcables. Incluso nuestra concepción de él como final es una idiotez sin fundamento. Surge la metafísica, surge lo emocional, lo trascendente, surge lo humano, allá donde no puede surgir nada. Llega un repartidor, llega un portador de puentes, y carga a la humanidad en la espalda. Porque eso es, nada más y nada menos, lo que Sam Porter lleva, lo que nosotros llevamos a la espalda, arte, músicas, literaturas, cinematografías, comida, recuerdos y sueños quiralizados. Humanidades, seres humanos vivos.

Es por eso que todos los personajes, de una u otra manera, la han superado. Deadman es un cúmulo de extremidades olvidadas; Heartman la ha reconfigurado, convirtiéndola en un espacio caminable, abarcable, al alcance de los pies. Mama aprende a vivir según su alma, fuera de la piel que la envolvía. ¿Y Sam? La muerte yace a sus pies.

La muerte yace a nuestros pies.

Porque jugando Death Stranding, no soy menos que un ser humano. ¿Qué es lo que llevo a mis espaldas? A mis espaldas llevo a la humanidad. En mi carga hay más que materiales, más que objetos; en mi carga van y sueños y esperanzas, y fracturas y resurgimientos. Llevo a la humanidad en la espalda, me acompaña allá a donde voy. Y mientras esté conmigo, la humanidad rodeará ríos, caerá, perderá el balance y se sentirá perdida, y se sentirá dejada y querrá dejarlo. Querré dejarlo. Pero llegará, llegará al lugar en donde no viva el tiempo, porque la llevo yo, y porque soy un ser humano, y la humanidad llega.

La humanidad llega siempre.

She looks like the real thing,
she tastes like the real thing.
My fake plastic love

Radiohead, Fake Plastic Trees.

Infinito amor a los de 505 Games, que nos cedieron una copia de prensa para la realización de este texto.

505 games Death Stranding death stranding PC


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