Al caer, nos convertimos en basura. Un agujero se abre a la mitad de nuestras avenidas, al centro de nuestras plazas y nuestros jardines. Caen en él las plantas, los muebles, las fotografías y los hogares. El agujero es gigante, cada vez se abre más. Siempre tiene hambre, se está devorando al mundo. Al fondo de aquel agujero, somos la basura de la existencia, el residuo de una ecuación en la que ya no significamos nada. Pienso en aquel abismo como algo más que ausencia de espacio, porque siento que además de alimentarse de cachos cada vez más gigantes de mundo material, empieza a sorber el tiempo, una sopa espesa y caliente de épocas históricas. Como que no quiere la cosa, asegurado de que nadie lo sabe, el agujero al fondo de nuestra era se abre para consumir nuestra cualidad de seres temporales. Se chupa el pasado, lo rebautiza y lo vomita como lo vintage, como una nostalgia etiquetada para su consumo individual. Se engulle el presente y lo llama moda, el territorio del Cool, lo trascendente y lo espectacular. No ha terminado de digerir estas dos caras del tiempo cuando ya observa a la chef ontológica del universo para ordenarle el futuro: tráigame un apocalipsis, con doble ración de calentamiento global. La chef, desde luego, no puede ofrecerle el futuro, ya se quedó sin ingredientes, así que le manda películas, series, videojuegos sobre lo que será el después, pequeñas raciones como pastelitos de consolación. Que el futuro está muy lejos, que todavía falta mucho, tráigamelo de una vez. Un puñado de comensales, dejadas afuera del restaurante, miran aquella glotonería neoliberal con una furia que sólo puede traducirse en revolución.
Con algo de suerte, con la suficiente hambre, acaba por tragarse a sí mismo. O nos lo tragamos nosotras.
Detrás de su estética low-poly, colorida y juguetona, Donut County es el bastión de un potente discurso anti-capitalista. No es ninguna casualidad que, después de cada nivel en que se explota el potencial TOC de una jugadora que necesita absorberlo todo y dejar limpia cada locación, el juego nos deje ver lo que le sucede a la basura una vez desaparece de nuestras vidas. Estos ciclos de consumo y desecho que alimentan un engranaje cada vez más universal están protegidos por narrativas, por vacíos en que el capital se asegura de que no nos haremos las preguntas correctas, de que estamos alejados por un perímetro consumista de la organización y la revolución. ¿A dónde va la basura que produzco cuando la desecho? Esa es la pregunta que lanza con su mecánica, con algo tan sencillo como un agujero que se va engullendo pedacitos de superficie. Pero esa pregunta sólo es la mitad, la construcción de un nuevo modelo implica la totalidad, y es por eso que, al término de cada nivel (un ciclo de producción, si se quiere), el juego nos permite descubrir aquello que, sin miramientos, arrojamos al fondo de nuestra tierra. La trashopedia sirve para repensar la basura, para darle la vuelta al significado del desperdicio. Detrás de cada objeto menguado de productividad, de servir a la significación social de utilidad, se esconde la historia de una obrera que lo trabajó, que lo ensambló o lo cinceló. Un producto olvidado, arrumbado a esa indefinición nebulosa que es el basurero del mundo. Pero la basura no termina en ningún limbo, cae de regreso a nosotras, porque nosotras estamos, al igual que los personajes de Donut County, abajo. Somos el fondo de todos los abismos en que el capital esconde sus consecuencias.
No hace falta ir muy lejos, un corto paseo a través de internet nos revela que los incendios forestales florecen como en una primavera de fuego. En el norte de México tenemos un 8 de Diciembre a 28 grados. El agua siendo cotizada en los mercados de futuro, microplástico en la cima de las montañas, mares contaminados… la huella de las industrias y su mala organización a la hora de plantear modelos productivos es cada vez más visible. Mientras tanto, surgen las campañas en que estas mismas empresas nos hacen culpables de su desastre, nos dicen que si la sobrepoblación [ecofascismo], que si el mal manejo de los productos, que si así funciona el mercado, una plétora de excusas baratas pero eficaces, en que gran porcentaje de la población se somete a esa relación tóxica tan característica de las que han aprendido a amar a sus opresoras. Aquellas que están abajo por razones que se les escapan a la voluntad, y que piensan que hay un instructivo infalible para llegar a la cima. Al lugar idílico en donde el mundo empieza a desdibujarse.
Y estando abajo, privadas de armas teóricas y prácticas, nos criminalizamos las unas a las otras, buscamos a la culpable tras el rostro de las camaradas. Engrandecemos al neoliberalismo sólo por el hecho de no notar su presencia, su sombra que se proyecta al fondo de la modernidad. Es entonces que BK, el simpático mapache protagonista (y aparente autor de los agujeros) es el receptáculo del odio, la razón personificada para la ausencia de una sublevación. Pero BK es una víctima en la medida que lo son el Coyote, el Cocodrilo y las demás habitantes de Donut County. Todas ellas venidas a menos por obra de una compañía que, según la propia historia del juego, ya ha dejado a otras ciudades consumidas, arrojadas al fondo. Esto es tremendo, porque ejemplifica la clase de ingeniería social que, a lo largo del mundo y desde el comienzo de su trayectoria, las empresas han utilizado para escaparse de sus crímenes. Cosas como el ecologismo, de supuesto beneficio para el equilibrio de los ecosistemas, son en realidad formas de revictimizar a las consumidoras por los procesos industriales nocivos que son propios de las compañías. Tú encárgate de nuestra basura— te dicen—, así te sentirás como una buena ciudadana, estarás ayudando al mundo, te estarás ayudando a ti. Nosotras te observamos desde nuestros paraísos, seguro que con tu apoyo frenas el cambio climático.
Y no me gustaría que esto se malinterpretase. Si estás en la posición social adecuada, si tienes el privilegio de serlo, está bien ser ecologista, está bien querer aportar algo. Pero de nada sirve un grano de arena contra la marea que, tarde o temprano, se lo llevará y lo volverá parte de su dominio. Ser ecologista sin ser marxista es no querer arrancar la raíz profunda y subterránea del problema, sino perder el tiempo con las consecuencias, con los síntomas que se multiplican y que van enfermando al mundo. Es por eso que la forma en que el agujero crece a medida que va sustrayendo cosas es perfecta, porque refleja el apetito voraz de un modelo económico orgiástico, canibalesco e indecente. Cada vez le roba más cosas a las subyugadas, dejándolas sin lo poco que ya tenían. Y esto lleva a la segregación, al urbanismo depredador, que orilla a los estratos más vulnerables hacia los rincones olvidados de la ciudad, a veces hasta debajo de ella. A una Donut County en donde las habitantes se resignan a vivir y a encontrar consuelo desde el subsuelo, en la narración de sus tragedias y el ocasional ansia por encontrar alguien a quién culpar. Todo parece teñido con resignación. Pero la revolución se enciende.
Es por eso que, en la batalla contra el Rey de la Basura, la mecánica se invierte, se rebela contra su autor. El capitalismo ha sembrado la semilla de su autodestrucción, y los objetos, las cosas y las existencias que había dado por desechadas, emergen de la profundidad para tomar lo que es suyo, salen catapultadas del abismo, llenas de furia y de fuerza. Y una vez derrotado y desposeído de su trono, absorbemos su legado, abolimos su hegemonía y lo bajamos al mundo en que nos tuvo a lo largo del juego. El Rey nos mira, nos suplica que lo comprendamos, que nos pongamos en los zapatos de un ladrón que hizo de su crimen una estructura de mercado. Nos echa la culpa por no dejarnos robar, por no dejarnos que nos olvidemos de nosotras mismas en pos de un enriquecimiento obsceno. La culpa no es de la empresa—argumenta en cierto momento. Pero la parte en la que tenía el monopolio de la verdad se ha terminado.
Detrás queda ese racismo con que la empresa justificaban la criminalización hacia los mapaches como especie. BK, al rechazar unirse a la maquinaria, demuestra todo lo contrario. La cristalización de la libertad es poder destruir a quienes nos han engañado diciendo que ya la teníamos, mientras nos dirigían y orquestaban nuestras anomias.
Es así que las mecánicas de Donut County trazan una retórica anticapitalista. Mientras comemos cosas, somos al mismo tiempo, el capital y la sociedad capitalizada, ambas comunicadas en una dialéctica del consumo y la explotación. Se siente como una ausencia de identidad durante los primeros niveles, somos un agujero y nada más. Pero cuando llega la conclusión y la gente finalmente se organiza la mecánica adquiere una cara, un propósito, el de la revolución.
Y una vez desenmascarada la culpable, la auténtica hacedora de la precariedad, la mecánica del agujero negro se revela como algo mucho más sombrío, como una especie de Síndrome de Estocolmo en que, involuntariamente, nos volvemos afines a la agenda neoliberal. El hoyo crece. Aumenta nuestro consumo de cosas, y en proporción, nuestra capacidad para desear consumir. Es un bucle del consumismo, una alegoría del adormecimiento con el que la burguesía ha subyugado a la clase obrera. La ilusión de que poseer algo nos vuelve capitalistas, el autoengaño de pensar que por poder elegir entre tal o cual producto estamos siendo libres, que el liberalismo significa algo más allá de esclavitud revestida de progreso. Al final, esta horrorosa secuencia de dominación recae, una y otra vez, en las de abajo. Y sólo un levantamiento, metafórico y literal, nos librará de esta esclavitud fingida, de este ciclo de caídas y recaídas en que las que caen no son, realmente, las mercancías, sino nosotras mismas.
¡Trabajadores del mundo, uníos, no tenéis nada que perder excepto vuestras cadenas!
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