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Unmemory: La lengua que se bi-fur.ca (?)
Por Ricardo Guerrero Publicado en Análisis, Artículos, Destacado en 20 octubre 2020
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El lenguaje es un gran traidor. Es un espejo cuarteado de sonido y papel. Mirarnos en él, más allá de su superficie, es cuestión psicológica, lingüística y social. Lo hemos asumido como la vía lógica de transmitirnos a nosotros mismos, de perpetuarnos en algo que, con algo de suerte, nos sobrevivirá. Hablar es ponernos a salvo del tiempo, pero siempre habrá coraje por no salvarnos lo suficiente. Siempre se queda, al fondo de los gestos y los intercambios de miradas, aquello que la palabra no alcanza. Quizá es nuestra culpa, por haber desarrollado lenguajes como flechas que avanzan, sin ninguna desviación, hacia adelante. Y es que no somos así. Es probable que nada nunca esté a la altura de la consciencia, viviremos a través de la eternidad sin nada capaz de decir (nos) qué es, realmente, lo que somos. Es probable que por esa misma razón cada vez tendamos más hacia las artes que se bifurcan,que tomen entre sus manos las mil y una formas de elaborar el mundo. Fotografías, notas, sonidos y cintas. Una imagen cinematográfica, con sus atrezos y sus montajes , fácilmente se diluye en el océano de la identidad, lo que es en sí misma y lo que es para el sí mismo se comunica en un dialecto asimétrico. Es más rizomática. La imagen es una cosa más perfecta para comunicar que la retórica, pero ciertamente no alcanza la perfección. No olvidemos que, antes que ser un espectro proyectado sobre una pared, el cine es una línea metrificable de celuloide, una línea desde su nacimiento. Si el signo de lo lingüístico se compone de un concepto y una imagen acústica, el cine es la imagen pura, como una forma de desbloquear un nuevo nivel de significación. Pero el cine, en su catarata de imágenes hechas de tiempo, apenas se acerca más que la literatura a aquello que Deleuze y Guattari definieron, en Capitalismo y Esquizofrenia, como la imagen del pensamiento, un concepto que se baza en el rizoma botánico, y que busca aprehender las multiplicidades de la realidad epistemológica, aunque es aplicable a una infinidad de ramas más, como la semiótica, la política y la teoría de la comunicación.

Si pensáramos en las artes como una bifurcación de formas de aprehender el mundo, el videojuego sería un brote recién crecido, entre los bulbos del cine, el teatro y la literatura. En el juego, la construcción del yo, la confección de contextos y la participación en un relato cuyo molde se rompe ante la más mínima muestra de voluntad, somos partícipes de algo que es análogo a nuestro tiempo. Es una imagen hecha de imágenes, y hace de ese conjunto algo controlable. No sorprende su auge, cada vez más presente, como eje de resistencia frente a nuestra era de vacíos. Si la vida es un sendero tapizado de agujeros por los que el sentido se va menguando (y con él, nuestro control sobre nuestra vida), ¿por qué no pensar en una existencia rizomática, en una redirección que nos ramifique, que haga del sendero algo variable, interactivo? El videojuego es el rizoma llevado, quizá, a su punto de ebullición. El espíritu del hipertexto, fuertemente criticado por las academias, halla en la configuración florida de lo videolúdico su legitimación. Esa fantasía, erótica y retórica, de querer fracturar la geometría lineal de nuestro lenguaje (identificada, imagínense, hace más de un siglo por Ferdinand de Saussure), es el videojuego despertando cada vez más a su realidad esencial, un campo fértil de símbolos y morfologías que se desprende de su tejido embrionario, la cosa que fue, atada a las convenciones cinema-literarias, frente a la cosa que está siendo, afín a las rebeldías de todo lo que no sea una flecha. En esta trama de intersecciones, Unmemory se presenta como otra forma de abrir las puntas de la flecha semiótica, una conjugación de lenguajes superpuestos, una cámara de realidades abstraídas desde ópticas acústico-visual-cinema-lúdicas. Sonido, imagen, tiempo y control. Destruir el lenguaje es jugar a que lo destruimos.

Frente a la inquietud cada vez más expresa de los narradores, que buscaban en la palabra la dispersión ontológica de la realidad, se abrían aquí y allá frentes de batalla con respecto a la narrativa lineal. Pulp Fiction fue aclamada, ciertamente, por su organización de rompecabezas, de piezas fílmicas que embonaban sólo al ser vistas de manera extratemporal. Pero es una quimera el creer que se trata de un rizoma audiovisual, porque a pesar de reorganizar la estructura de lo que llamaremos la flecha, el ser humano sigue viendo la flecha como una línea, sólo entendiéndola hacia adelante, o siendo capaz de entenderla si la mira hacia enfrente, recolectando los pedazos que se desperdigan entre las escenas y organizándolos en una escala jerárquica de tiempos sucesivos. Pulp Fiction no posee una estructura rizomática. Va y viene, da vueltas, se adelanta dos pasos, da tres atrás, pero todo esto, como realidad narrativa percibida por un espectador asombrado, sigue siendo un sendero recto. Y esta ilusión sostenida viene, precisamente, de que la naturaleza de su historia es lineal, sólo cobra sentido linealmente, una escena no entra en contacto con cualquier otro, el tiempo y la jerarquía se imponen. Eso hablando del cine, que ya había disfrutado de estructuras desarticuladas mucho antes que la obra de Tarantino, a la que acudo simplemente por ser una clase de encrucijada en cuanto a referencias culturales. Me permito lo mismo en el ámbito literario. Rayuela, de Julio Cortázar, dislocó a la crítica y a los lectores, por su dislocada manera de entender sobre progresión y capitulación. El libro del argentino era, como lo señala su título, un auténtico mapa de vidas, lugares y sueños que se entrecruzaban y parecían quedar a la deriva en una catarata de instantes. Pero, una vez más, en el título yace la trampa, porque la rayuela, por arbórea que se dibuje en el piso, siempre se salta hacia adelante, siempre hay un cielo que espera al final. Mientras uno llega a ese cielo, puede andar en una espiral de capítulos que se interconectan, obedeciendo a naturalezas diversas, desde correspondencias en cuanto a las infinitas alusiones que Cortázar hace a la literatura, al jazz y a la filosofía, hasta los estados físicos y metafísicos de Oliveira y compañía. Es un laberinto unilateral, unidireccional. Como si sólo los lugares frente a nosotros fueran cambiando de posición, intercalándose para erigir una atmósfera plural, sin que nosotros, realmente, anduviésemos en múltiples direcciones. Algunos lingüistas plantean, mediante el ejemplo de las tildes y las diéresis, la naturaleza lineal con la que aprehendemos el mundo; una palabra, por más frondosa que sea en signos y por tentacular que sea a nivel gramático, seguirá leyéndose en un sólo sentido. La -á- en lo rizomático se doblega en silencio frente a la línea.

Una vez más, el cine nos ofrece cosas como Arrival, basada en el libro The Story of Your Life. En ella, unos seres interestelares, llamados heptápodos, le enseñan a nuestro mundo cómo hablar en el lenguaje de las horas, en una serie de ideogramas que sólo se entienden pensando el idioma desde el plano esférico. Círculos como lacre, como tinta desparramada en circunferencias que hallan en cada curvatura y en cada torcedura de perímetro una nueva forma de significar una cosa. El lenguaje de los heptápodos, naturalmente, se entiende de forma dérmica, uniforme, sin lecturas que sean escalonadas ni progresivas. Tal como se entiende el tiempo, porque no se puede hablar de lenguaje ni de literatura sin hablar del tiempo.
Los relojes redondos, el sol esférico, las órbitas que marcan el ritmo de las estaciones…el tiempo siempre vuelve, girando sobre sí mismo, a decirnos que lo entendemos mal, que deberíamos hacer como el Dr. Manhattan y pensar, acaso, en una vida derramada a lo largo de nuestra consciencia, con cada época y cada yo sucesivo hermanado en un anillo perfecto y equidistante a su núcleo, o a la ausencia de núcleo, si nos apegamos al modelo del rizoma, propuesto por Deleuze y Guattari. Nada que vayamos a lograr en una tarde, desde luego, pero para eso el arte siguió avanzando, no necesariamente hacia adelante.

Por estas razones, obras como Kentucky Route Zero, Disco Elysium, What Remains of Edith Finch y Outer Wilds son el auténtico campo de batalla. El verdadero duelo contra Saturno, que se vive en aquel menú giroscópico de Kentucky, en ese bucle de 22 minutos de Outer Wilds, en el árbol genealógico poblado de fantasmas de la familia de Edith Finch, y en esos diálogos simultáneos entre el otro y nosotros de Disco Elysium. El videojuego está entendiendo como nunca antes la naturaleza del tiempo, de los lugares y los seres, y ante esa lucidez cada vez más consciente de sí misma llega Unmemory. (D) escribiéndose a sí mismo como un libro que se juega y un juego que se lee, nos hace partícipes de una ludificación del lenguaje, nos arroja hacia unos pasajes que se metamorfosean y se revelan contra a las leyes de la maquetación. Toda su prosa está hecha para destruirse, cada fragmento puede ver su semántica original bruscamente alterada; basta un artefacto visual, un sustantivo entre corchetes, unos puntos suspensivos o una metanarración de libro-dentro-de libro para girar los ángulos de lo dicho, y ver el texto completo desde una óptica completamente desconocida hasta entonces. Frente a la bipolaridad cromática que nace entre el papel y la tinta, la fijeza morfológica de los libros físicos y la linea que atraviesa y rebana los laberintos de la narrativa posmoderna, Unmemory nos presenta a un personaje cuya amnesia delimita la silueta de los discursos, que cambia los colores, que arroja formas y sonidos, que se replantea a sí misma con cada nuevo paso adelante y que piensa en el laberinto como un cúmulo de lugares d e s c o n e c t a d o s, aislados según nuestras propias y profundas [l][a][g][ ][n][a][s] mentales. Basta una revelación, una pizca de trama cedida por uno de los personajes para reconstruir el cuerpo del capítulo, y para que esa reconstrucción haga eco en nuestro pasado y nuestro futuro, si es que cosas así existen.
Es parte de la vida moderna el creer que el pasado no es más que peso muerto, una carga sin la que se avanza mejor, dejándola mientras viene a nosotros, vaciarnos para seguirnos llenándonos de cosas, y que esa filosofía se traspase hasta nuestra forma de concebir los relatos. Siempre parece que las cosas ocurridas un capítulo atrás, hace un par de episodios, se degradan y se funden con el poso que la obra va dejando, por lo que todo lo que es importante es el clímax, la explosión en la que a la gente le suceden las cosas. Creo que unmemory, en cambio, explora una especie de clímax sostenido, un vértice de la ficción que se halla distribuido equitativamente, en cada vértebra de esta literatura ergódica, de esta lúdica literaria. Se suele hablar mucho de capítulos de relleno, de tramas innecesarias, como un arma de Chéjov sin munición. Todos los capítulos se exploran desde su propia riqueza narrativa, sin pensarlos como una articulación, o una arteria que alimente una historia más grande, todo es tan grande y tan importante que todo es, al mismo tiempo, núcleo y nodo. La jerarquía, opresiva y linealmente significante, se desbarata. Todo en Unmemory es una munición tras otra, un disparo de imágenes, el trayecto de una palabra que se mira frente al espejo para formar un palíndromo. He aquí uno de los mejores usos del arquetipo amnésico, una larga cadena de olvidos que toman el sentido de la nostalgia y lo adaptan a la naturaleza de cada sección; de ella se puede desprender una escena tensa, un ambiente opresivo, una sensación de seguridad o de cariño.

Las nostalgias se inventan, no vienen de un proceso espontáneo. Hay que pensarlas antes de sentirlas. Tallar la textura monolítica de la memoria es elaborar el recuerdo, elegir, seleccionar los recuerdos, es la elaboración de la nostalgia. Para ello, disponemos de mil y una formas de recrear nuestros lugares y nuestros tiempos, los acontecimientos que ocurren entre esos dos, en la intersección entre ambos. Sacarle fotos al mundo es sacar al mundo del tiempo, imprimirlo en algo que se le resiste; escuchar sus voces, multiplicar el audio de su respiración continua, sembrar sonidos, cosechar atmósferas de lo acústico; poblar un papel con palabras que perfilen la silueta de los entornos, todo eso son herramientas para el espíritu, material con el que estamos construyendo nuestra nostalgia. Todo eso teje las texturas de Unmemory, una superficie perforada por una densa gama de profundidades discursivas. Y como Unmemory ingresa en aquella etiqueta que hermana a los libros con los objetos, nuestra relación, con él, con lo que significa, se traduce una y otra vez para adaptarse a los márgenes de su anatomía digital. Es un libro-objeto digital, que vuelve a la nostalgia su principal materia tridimensional.

La nostalgia es la constante, una herramienta universal; el pasado es una paseo en un jardín de palabras, volver atrás es ir adelante, rodear preposiciones, escalar adjetivos, vadear un párrafo de metáforas, todo es tan físico, tan táctil y tan directo que me cuesta trabajo no ver aquella similitud entre la pantalla y la masturbación, trazada por mi camarada David Aristi en su artículo Los videojuegos desde Onán y Voyeur. En este caso, la masturbación es la reconstrucción del órgano sexual, su persecusión, su búsqueda a través de las páginas. La nostalgia [[amnesia]] es un enervante de lo erótico, queremos recomponer la pieza, y al recomponerla nos estimulamos, el medio es el propio mensaje, el acto de buscarnos el órgano masturbador es la masturbación en sí misma. No creo que sea ninguna coincidencia que lo ergódico y lo erótico se interseccionen en la época del cybertexto, del hípertexto, del lector penetrando cada vez más en las aberturas cóncavas y uniformes de sus libros hechos de pixeles en lugar de celulosa. Después de todo, mucho dentro del erotismo viene desde lo lúdico, la suplantación de identidades, la multiplicidad de herramientas, la volcadura de las convenciones, la intimidad que intimida pero que rápido nos sube hasta bien alto, y que nos pone unos nuevos ojos, unas nuevas manos con que tocar el mundo.
En su obra sobre el género, Cybertext – Perspectives on Ergodic Literature, Espen J. Aarseth escribe:

En la literatura ergódica, se requiere un «esfuerzo relevante» por parte del lector para atravesar el texto. Si la literatura ergódica tiene sentido en tanto concepto válido, entonces debe haber también una literatura no-ergódica, donde el esfuerzo por atravesar el texto sea trivial, sin responsabilidad extranoemática para el lector, más allá de mover los ojos o pasar las páginas.

La gramática de movimientos masturbatorios, abierta y tocable por la pantalla, es una coreografía de dedos hiperactivos, de manos que giran para adaptarse y estrujar los morfemas, es un encender y apagar de aparatos fonadores inmersos entre las líneas de texto, un entendimiento del placer en que la sensación de juego se traduce en una nostalgia narrativa, un pasado que no se disuelve ni se deja llevar por las eyaculaciones de la modernidad líquida. Si se quiere lograr el orgasmo, el nuestro y el de Unmemory, ningún pliegue de nuestras pieles (ni de nuestros cuerpos) resulta menos necesario, menos deseado por la verdad narrativa, ninguno se halla menos salido del tiempo y el espacio.

Hay cortinas que se abren, partiendo la página en dos; hay corchetes dinámicos; hay verbos que trastocan el texto, dándole un giro a su aspecto, su estética operativa. Esta sensorialidad rizomática vuelve jugables las palabras de Deleuze y Guattari:

«El rizoma es siempre multiplicidad que no deja reducirse ni a lo Uno ni a lo Múltiple; no está hecho de unidades, sino de dimensiones asignificantes y asubjetivas, de direcciones quebradas.«

Nada es seguro, no hay garantías en ninguna de sus dos capas, la textual y la metatextual. Ese es el gran aporte de Unmemory; que los giros y las piruetas del texto no se corresponden únicamente a la realidad ficcional de sus hechos, sino a su morfología, a esa manera más próxima a nuestro mundo de percibir los fenónemos y acontecimientos. Sin orden, sin organigramas, sin jerarquía ni binariedad. La realidad es, literalmente, un libro abierto, abierto a la mitad de una crisis, de una verdad, del nacimiento de una mentira, un tapiz de verbos desconectados que se derraman a través de la hoja, que rompen su superficie y trazan una cartografía de su propia naturaleza. Muchas cartografías que existen por sí mismas, y al mismo tiempo dentro de las otras, un punto que no está alejado ni cercano a otro, porque esos dos conceptos se desvanecen, se vuelven asignificantes.

Así, la condición rizomática no se halla únicamente en la simultaneidad de formas y discursos, sino en la ilusión de la elección, de esa sistematización para la capacidad de elegir un resultado posible, sin que este anule a los demás. Porque al elegir, tanto en la vida como en la ficción, las otras opciones, las que pudieron ser, permanecen en nuestra mente, en el hubiera, en el qué tal si…nuestro cuerpo avanza por un pasillo, pero en nuestra mente ya caminamos otros diez. Y como nuestra mente influye en nuestro cuerpo, las ausencias se arrastran sobre nosotros. Nunca elegimos, realmente, una sola cosa. Y esa inseguridad, esa indecisión al haber decidido, permea nuestro acercamiento psicológico hacia la cosa elegida, estamos ahí y estamos allá y acá. Las condiciones que, en un principio, hicieran posible la existencia de una multiplicidad, las condiciones materiales y metafísicas, permanecen, delimitan, trazan y destrozan. La realidad es una amalgama de posibilidades, ausencias y presencias. Como el amigo que se fue de nuestra proximidad física, pero que vive en nuestra nostalgia; cómo el hogar dejado hace años, en el que todavía caminamos durante los ratos libres, cuando nuestra mente es liviana y se deja llevar por las marañas que son el idioma de la consciencia. Todo lo real se sostiene por lo que no pudo serlo, es su materia infinita.

Esa es la esencia del rizoma cultivado en Unmemory, una reivindicación del escenario mental, un racimo de realidades, una linealidad reimaginada [imaginada, musicalizada]. Caminar un sendero que no lleva, sin embargo, a ningún lugar, porque el lugar es el sendero mismo. Re-pensar el lenguaje como algo más que una autopista de un solo sentido, quizá como una autopista sin sentidos, llena de vehículos de todos los tipos, conducidos por todo tipo de seres, para llegar a más, a nuevos lugares, desconocidos por el idioma, inaccesibles de forma interina, pero de los que, al menos, podemos ser conscientes de que están ahí, de lo mucho que no sabemos de nosotros mismos y de nuestro mundo.
El videojuego, que es su propio lenguaje, se acerca a ser el rizoma de la ficción. Claro, aunque esta noción sea, de momento, una superposición de lenguajes. O una sola lengua que se bifurca


Infinito ❤ a los de Patrones y Escondites, que nos cedieron una copia de prensa para la realización de este texto

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