Kentucky Route Zero es un laberinto de ensoñaciones. Es una colección de crepúsculos en los que la racionalidad llega. una y otra y otra vez, a su propio ocaso. Es una estructura de un tamaño inclasificable, de dimensiones indescriptibles para cualquier idioma. Es un caos construido por gente que confía plenamente en la psudociencia, es una pseudociencia hecha de otras pseudociencias. Una cascada de jitanfájoras que nunca deja de caer y de ahogar a nadie. Es un diluvio experimental. Llueven mil aguas distintas.
No sé quién ha escrito estos sueños. No sé quién los ha soñado. No sé qué significan ni si deberían significar nada. No me daré el lujo de interpretar algo que se escapa a la interpretación. No trazaré cartografías de un lugar que no existe. No puedo ver a qué sabe cada uno de sus colores y sonidos, no puedo significar ninguna de sus luces ni sus floras y faunas.
No sé quién ha escrito estos sueños, pero sé quién los va a describir.
En 1963, escribía Cortázar en su bestial Rayuela: «¿Para qué sirve un escritor sino para destruir la literatura?». Hoy, yo escribo, ¿para qué sirve un crítico sino para destruir los escombros de dicha destrucción? Para eso estamos aquí, para barrer con las ruinas de lo que fue un monumento.
Aquí me tiene, señor Cortázar; décadas después que usted, pretendiendo dominar a las cosas que me tienen dominado; fingiendo ser el carnicero de conceptos. Creyendo que puedo barrer con las ruinas de Kentucky Route Zero.
No es, ni por asomo, mi propósito, el imponer mi forma de observar este título. Me parece que esta es una obra tan única y tan personal, que he acabado sintiendo respeto. Es por ello que haré algo distinto; trataré de desenrollar cómo los componentes de su lenguaje interactúan y evolucionan, entre sí mismos y para con el jugador. Voy a cartografiar las maniobras narrativas con las que Kentucky Route Zero se abre paso a través de todas sus capas de ficción.
Debido a que nos encontramos ante una bestia inusual, su captura y eventual asesinato no han de ser menos que extraordinarios. El juego de Carboard Computer es un monstruo inquieto, no para nunca de sufrir metamorfosis, de rugir en idiomas en los que no debería rugir. Deambula en lúcido sonambulismo entre sus huesos y su carne, su sangre y sus nervios. Mente y corazón. Se transfigura ante nuestra vista, en lenguajes plegados uno sobre otro: Imagen, sonido, grafía y lúdica.
Es probable que, antes de alcanzar el punto final de este texto, mi pretencioso cadáver quede varado entre jitanjáforas y desvaríos, exhausto de no haber podido desdibujar su sinuosa lingüística.
Me arriesgaré.
[Escribiendo] La relación entre videojuego y cine ha sido, a lo largo de nuestra caótica historia, poco menos que dañina. Hemos idealizado al séptimo arte como nuestro hermano mayor, como la meta a la que debemos aspirar si queremos convertirnos en algo serio. Tenemos por ahí a autores dentro del medio que se han aferrado fervientemente a esta idea, cuyas obras magnas como Metal Gear o la ludografía entera de David Cage se ven imposibilitadas de alcanzar todo a lo que esperan llegar como historias por su ansia de imitar al cine. También están los casos más empresariales, en los que estudios del tipo de Telltale Games (ahora en la ruina) buscaban transponer el lenguaje cinematográfico hacia las mecánicas; todo ello sin realmente entenderlo, sin realizar un estudio de traducción sólido que ayudase a esos videojuegos a acrecentar sus calidades narrativas. [Presiona espacio]
[Escribiendo] Todo esto es una lástima, porque si examinásemos de forma incluso superficial, descubriríamos que las mejores secciones mecánicas de esos videojuegos descansan precisamente en eso…en las mecánicas, ¿o ya se nos olvidó la desgarradora escena en la que Big Boss tiene que acribillar a sus propios hombres? [Presiona espacio]
[Escribiendo] Y aun con todo el peso emocional que esta escena produce en el jugador, no se puede decir bajo ningún precepto que dicho impacto sea producto de la gramática del cine. Esto es puro videojuego, y los intentos de un genio como Kojima por calzar el cine dentro de él no dejan de ser, cuando mucho, pasables. Una interrupción molesta a la experiencia real. ¿Significa esto que el lenguaje audiovisual no pueda ser usado de forma coherente y efectiva dentro de nuestro medio? Hasta hace poco, los debates apuntaban hacia una respuesta tajante, una negativa que, aunque triste, era, quizás, necesaria para emprender nuestro propio camino, para abrirnos paso hacia la cumbre de la narrativa videolúdica. [Presiona espacio]
[Escribiendo]Y entonces llega Kentucky Route Zero, y derrumba, con elegancia, varios años de contraargumentos. [Culmina la introducción].
[Se prepara]
[Escribiendo] Durante mucho tiempo, la elección de la distancia entre cámara y protagonista, así como su angulación, han respondido a exigencias de pura espectacularidad. En un acción y aventura es una tercera persona, porque le facilita al jugador el matar a sus oponentes, y deja el paisaje libre para explosiones y disparos. En uno de terror, porque los screamers igual no funcionaban tanto si no nos los ponen directo en la cara. En los MOBA es una isométrica (o Cenital en algunos casos) porque nos permite reducir nuestro entorno a números y cifras de forma rápida y efectiva. En el transcurso de nuestra historia, nuestra cámara nunca ha pasado de ser ese observador imaginario, ese enlace mudo entre jugador y espectáculo. Un espectador desvalido. [Espacio]
[Escribiendo]Dicha cámara tenía además otro problema, que era la presencia del jugador, el cual sometía el control de la misma para moverse por los escenarios. Este hecho por sí solo ya borraba cualquier vestigio de poesía audiovisual, o aunque fuese un mínimo intento por comunicar a través de la imagen. La lente, sin un ángulo fijo, rebotaba y vacilaba por la pantalla, como un triste resquicio de lo que pudo ser un lenguaje.[Espacio]
[Escribiendo]Y en los juegos en los que la cámara sí que era fija, nos encontrábamos con que no estaba puesta ahí por ningún propósito artístico ni emocional. Sencillamente es donde quedaba mejor bajo los estándares de la espectacularidad. [Espacio]
[Escribiendo]No por nada, los mejores juegos de cada tipo de género suelen llevar implícita una iconoclastia en cuanto al uso de la perspectiva. Silent Hill 2 optó por la tercera persona con una angulación de contrapicado; The Stanley Parable nos regaló un primera persona en el que no ocurre ningún jumpscare ni se dispara una sola bala, Samorost 3 utilizó un gran plano general, de los que se usan en los plataformas más clásicos, para regalarnos un poético puzzle. Dark Souls relegó al jugador al mínimo, para resaltar la pequeñez de este frente a su entorno. Shadow of The Colossus seguía a Agro y a Wander como si fuera un águila, arrinconándolos a una esquina de la composición, y dejando que los colosos acapararan el espacio.[Espacio]
[Escribiendo] Estas, aunque pareciesen victorias, poco tenían que ver con lenguaje cinematográfico (lo que no quiere decir que sean malas decisiones). Servían a los propósitos del videojuego, entendían que éramos un medio aparte. Con títulos como esos, el videojuego reclamaba una identidad visual propia, que estaba a nuestro favor, y favorecía nuestras formas narrativas. Tuvieron que pasar años para que tres artistas de disciplinas ajenas el videojuego llegaran a hacerlo bien. No mejor, sino bien. A conseguir lo que otros autores han querido. Tirar abajo la cinemática (recurso del cual aun se valían títulos tan rompedores como Dark Souls). Desanexar la narración dramática de las escenas prerenderizadas. Fundir dos idiomas para hablar un nuevo tipo de poesía. [Espacio]
[Escribiendo con nerviosismo] Ahora, llegamos hasta Carboard Computer con su Kentucky Route Zero. El juego inicia, saca a lucir sus trucos. Me llevo las manos a la cabeza. Resulta que no es imposible. Resulta que, si se logra, se logra algo hermoso. [Inserta encabezado {H3}]
Desde su primer minuto, los lenguajes del cine y del videojuego se desdibujan.
Comenzamos con un gran plano general, nos pone en contexto, nos ubica en un tiempo y un espacio. La cámara nos sigue si nos movemos más allá de los límites del encuadre. Nada extraordinario. Hasta que nos toca bajar a través de un ascensor para reestablecer el sistema eléctrico de la estación, y la cámara sigue rodando. Y nos sigue a nosotros. Este movimiento es importante, porque marca un cambio en el escenario, y en nuestra forma de movernos por él, y de la misma forma en que el gameplay nos expresa lo distinto del sótano a nivel mecánico, la cámara nos insinúa una discrepancia no tan marcada, al no hacer ningún tipo de corte. No hay pantalla de carga, no hay artificios estéticos que nos irrumpan la fluidez. La iluminación cambia su enfoque, la lente desciende hacia los sótanos. El jugador [Ricardo] se siente desconcertado.
Esta jugada le viene que ni pintada a Cardboard, porque prepara psicológicamente al jugador, lo ubica en un estilo y unas formas. El juego, con sutileza, comienza a trazar su identidad visual, aunada a una de las muchas temáticas dentro del título. En las imágenes de arriba, por ejemplo, se nos da un atisbo del mundo tan metafísico en el que estamos a punto de entrar. La luz cede el espacio a la sombras, y en las sombras danzan los fantasmas que habitan esta geografía de ensueño, igual que las apariciones murmuraban en los rincones de Comala.
Con el telón alzado, las artimañas salidas directo de una cinta de David Lynch no paran de salpicarnos con su extravagancia y su coherencia, al integrarse dentro de las mecánicas de forma exquisita. Usaré dos ejemplos rápidos, que me permitan definir esta simbiosis de forma clara.
Para identificar la absoluta entrada del jugador hacia las retorcidas reglas de esta ficticia Kentucky, el juego se marca una escena memorable. Ascendiendo por una colina, la lente comienza a aproximarse hacia el objetivo de Conway, combinando ligeramente con un paneo vertical. Una vez que llegamos, la cámara no se detiene, avanza sin importarle el jugador. Decolora los límites internos de la casa, revelándonos nuestra propia silueta y la de otra persona. Esto es importante, no sólo porque la idea de ascenso y descenso y el acercamiento y alejamiento jueguen un papel simbólico importante, sino porque acabamos de ver un travelling, uno que no ha interrumpido la experiencia del jugador [Ricardo] y que no corta en ningún momento el ritmo de la mecánica point and click usada para desplazarnos.
. Es un ejercicio sencillo de voluntades separadas. Cámara y jugador caminan por sí solos. Y esto acaba de empezar.
El opuesto al 360 shot. Si la cámara del primero es un movimiento de rotación, este es uno de traslación. En el primer caso respondía a un efecto de ubicación literal. Aquí más bien es una ubicación metafórica.
El dolly es utilizado en la sección del Rey de la Montaña, con Xanadú. La razón por la que la cámara gira, es porque retoma el símbolo del círculo como convención narrativa dentro del juego. La historia que nos cuentan en esta cueva fluctuante es una que ya habíamos escuchado en el interludio «Límites y Demostraciones», sólo que vista desde otra perspectiva, en una galería de arte experimental. Giramos en torno a esta historia para descubrir nuevos ángulos, nuevas aristas y oscuridades que nos van matizando la silueta de las amistades y amores que se han perdido debajo y sobre los subterráneos de Kentucky.
No puedo pararme a señalar cada movimiento y tipo de plano, porque si fuera así este texto no acabaría nunca. Para finalizar este apartado, remarcaré un ejercicio visual/interactivo usado en el interludio «Un pueblo de nada». Una maravilla en la que videojuego y cine hablan el mismo idioma. En la que el jugador y la cámara, finalmente, se entienden y se comunican el uno con el otro. Trazan límites mutuos, crean versos en conjunto.
Instalándonos como eje fijo rotatorio en el centro de un estudio, controlamos a una encargada de transmitir un programa nocturno. No cambiamos nuestra ubicación en ningún momento, pero sí el lugar hacia el que estamos mirando. Ahora los objetivos están ligados directamente con nuestro control sobre la lente, y la lente no duda en responder, aunque a su particular manera.
La tensión comienza a construirse desde el punto en el que voltear hacia un área específica del estudio para interactuar significa dejar otra descubierta. Desde que sabemos que nada de lo que está pasando esta noche es normal. El jugador maneja la cámara con el puntero, y el puntero obedece, limitando la perspectiva con la que jugador se aproxima a su entorno. Ahora nos entendemos, ahora comenzamos a combinar y catalizar las cosas.
Como dije antes, los lenguajes se desdibujan. Pero no sólo a nivel visual, sino también textual.
¿La mayor prueba? El guión desollado, el paso tras bambalinas que representan las acotaciones, mezcladas con el diálogo del juego. Abandonándose a la redacción como otro de sus principales motores, el juego explota y reluce su faceta más enigmática. Literatura.
...Correr hacia la estatua y encontrar sólo el grito, querer tocar el grito y sólo hallar el eco, querer asir el eco y encontrar sólo el muro y correr hacia el muro y tocar un espejo. Hallar en el espejo la estatua asesinada, sacarla de la sangre de su sombra, vestirla en un cerrar de ojos, acariciarla como a una hermana imprevista y jugar con las flechas de sus dedos y contar a su oreja cien veces cien cien veces hasta oírla decir: "estoy muerta de sueño" —Xavier Villaurrutia, Nocturno de la estatua
Cuando Ricardo se introdujo en esa oscura red psicogeográfica, sentía en él un dejo de escepticismo. Había tenido un día agradable paseando por los desfiladeros de A Short Hike. Tenía una inusual disposición hacia la sonrisa. Su mueca se movía sola, se curvaba con voluntad propia. Él no tenía nada que ver. Entonces los códigos comienzan a cobrar vida, alzan escenarios poligonales y lúgubres, un telón invisible asciende y una primera luz se infiltra en el horizonte último. Entra en escena un camión antiguo y destartalado, frente a una singular estación de gasolina. «Eqqus Oils». Se preguntó en secreto las implicaciones simbólicas que conllevaría la elección del caballo, aunque no durante mucho tiempo. Un cursor le ofrece los hilos necesarios para manipular a un hombre viejo, se entretiene haciéndolo caminar de aquí para allá, familiarizándose con el escenario. De súbito, un cuadro de diálogo irrumpe sus experimentos. Acotaciones, poesía, un par de metáforas apretadas en una línea de código. «Un perro viejo con un sombrero de paja. Los dos han visto días mejores». Esas dos oraciones (por alguna razón relacionada con sus sentimientos) lo hacen pedazos. Ricardo ha dejado de sonreír.
Los procesos psicofísicos antes descritos fueron aprovechados por un dragón de dimensiones frívolas para inmiscuirse en el paisaje de Ricardo, de su redacción. Ricardo saluda su presencia con cariño. Hacía años que no le veía entrar por la ventana. Le extrañaba.
Se truena los dedos. Su garganta combustiona. Da un breve sorbo a su café. Extiende las alas a través de la luna. Va a escribir.
Cuando Ricardo leyó ese diálogo, supo al instante que se trataba de algo especial. Supo que el videojuego se estaba observando frente al espejo, que estaba delimitando, transfigurando el reflejo, metaforizando la silueta. Era un eco que traducía y reverberaba, y cartografiaba cada centímetro de piel en las estalactitas y los recovecos y las convertían en figuras retóricas con las que el jugador debía, a su vez, reflejarse.
Porque la poesía de Kentucky Route Zero, le relataba el dragón, se encuentra dispersa en su narrativa. Y nunca pretende dejarnos de lado, o de fuera. Hay un momento, recordaba el alado, en el que tuviste que diseñar la estructura de un poema para poder ingresar en una computadora. Hay una secuencia en la que te dedicas ávidamente a esculpir en el tiempo, seguida de una en la que detallas las emociones. ¿Tuyas, las del dragón, las de Conway? Eso no importa. El juego le pertenece a todo, a todos. Me estoy apropiando de él ahora.
Mucho había escuchado, también, de las formas en las que el juego arrastra a la literatura hacia su espacio. Cómo secuestra lo espectral de Comala, cuyos ladrillos y estrellas aun escuchan los murmullos de los que ya no están, y los repiten y convierten en ecos a lo largo de las calles del pueblo; de la misma forma en la que Conway le habla a fantasmas estancados en sótanos y televisores, y estos fantasmas lo ignoran de la forma más deliberada, porque aunque están ahí en el espacio, no lo están en el tiempo.
Luego los escenarios pasan a metamorfosearse frente a nosotros, entran en escena luces y figuras que eran inexistentes, y nadie actúa como si algo de esto fuese espectacular. Es el realismo mágico, salido de la pluma de Julio Cortázar, quien no tiene reparos a la hora de hacer que sus personajes naveguen en un río cronológico y narrativo sin distinción, igual que Conway, Shannon o Ezra se pierden dentro de sí a cada segundo, y el juego se asegura de ir tras ellos, para que no se pierdan definitivamente.
Luego hay cosas difíciles de describir, de transponer. Como la poesía más fulminante, o la rima mejor colocada…
Como la mejor poesía, como los versos y sonetos más ominosos, aquí la metáfora acude para invitarnos a imaginar. A poner en nuestros ojos objetos y sujetos que nunca van a existir. A hacer que un Dragón entre volando por tu ventana, o que un personaje que se dedica a redactar sobre videojuegos pretenda construir alteraciones morfológicas en sus textos con el fin de elevar su calidad. La poesía nos conduce y nos da materia para imaginarnos esos huecos que años de AAA y condescencia han llenado por nosotros. La literatura nos construyó un mundo entero desde las imágenes más abstractas y ondulantes, como un puñado de estrellas que vibran en la superficie de un charco.
Las letras erigen y construyen a las personas, y nosotros construimos esas letras. Nosotros les damos la forma de nuestros sentimientos e ideas, las moldeamos al tempo de nuestros núcleos más intrínsecos. Dejamos que los personajes dancen en nuestro espectro emocional, y ellos no tienen ningún problema con ello. No nos ponen trabas a la hora de convertirlos en nuestros esclavos. Sólo son personajes. Un cúmulo de pixeles, presos entre las estrofas de un poema infinito. Goteando desde la pluma que, por vez primera, el jugador esgrime.
Y cada jugador, y cada personaje de Kentucky se convierte en un poeta privado. En un discreto observador de la vida, y posterior transformador de dicha observación. Cada protagonista funciona como un espejo de su mundo, y es el jugador quien decide qué hacer con el reflejo. Vemos a la psicogeografía cobrarse a sus víctimas entre las calles y ríos de este ilusorio condado. Asistimos a los relatos más amorfos y a las situaciones más subversas de las que se haya tenido cuento en el videojuego. El dragón sugiere que aquí hay una valentía rayana a la hora de contar una historia; sin doblegarte ante el público, sin desfigurar tus sentimientos como si fueran cualquier cosa. Ricardo piensa en darle la razón al dragón, pero cuando está a punto de responderle, el dragón no está aquí. Ni ahí. Ni la luna tampoco está. O ha estado.
El dragón ha sido una quimera. Estas líneas que escribió en la pantalla no. Aún puede recomponerse. Todavía queda un último sueño que realizar. Una última historia que contar. La historia de un videojuego.
Como ya ha quedado claro, Kentucky Route Zero es una obra compuesta de muchas artes y pseudociencias, y aunque amaría detenerme a analizar lo mucho que hay de dramaturgia, psicogeografía, música y diseño estéticos, este texto debe tener un final. Le di muchas vueltas a el cómo abordaría esta conclusión, algo que fuera digno, que hiciera justicia a todo lo previamente construido.
Finalmente, creo que debo firmar esta narratografía con una oda al videojuego que es Kentucky. Una obra que existe en sí misma, en sus propios confines. Creo que he dejado lo mejor para el final.
Para su historia, los de Cardboard abrazaron la idea de que el videojuego es un medio único. Y persiguen el propósito de que como tal, debemos empezar a buscar nuestra propias maniobras, nuestras maneras de ser narradores de sucesos interconectados. Anteriormente, he descrito cómo recursos de otras ficciones se adaptan a las reglas del videojuego, pero aquí ubico al videojuego puro, destilado hasta su máxima esencia. No sé si vaya a producir el impacto que espero que produzca, no sé cuántos juegos van a aprender de él; pero sé que, desde Dark Souls, esta es la mejor búsqueda de una narrativa propia que se ha hecho en el videojuego.
Esta es única del interludio: «El entretenimiento». Se trata de un script desollado hasta sus últimas consecuencias. Una vez más, somos ubicados en el centro de la acción, pero a diferencia del otro interludio: «Un Pueblo de Nada», aquí nuestra intervención es meramente contemplativa. No vamos a cambiar el orden de los sucesos, y los personajes en derredor nuestro lo saben. Constantemente hacen pequeñas alusiones a nosotros, que nos ayudan a conocer nuestro propio estado y nuestro papel en la obra: somos un borracho que está observando una noche en un bar. Podemos rotar nuestra cabeza, y leer entre las acotaciones de cada acción que sucede. Somos ubicados, en cierta forma, como una combinación de varios tipos de narrador; en primera, somos un narrador intradiegético, pero debido a dos componentes, porque no es nuestro avatar quien opina y habla sobre los sucesos, esos somos nosotros, y el personaje dentro del videojuego es un observador en primera persona. Nos da, entonces, los recursos para que, como agentes externos al videojuego, seamos narradores, lo que también posee tintes del Narrador testigo, por encontrarnos aparte del desarrollo de la acción.
Pero, esta perspectiva choca con otra, ya que existe un narrador que no somos nosotros, o sea, el escritor de la obra en la que estamos participando. A través de sus notas sobre escenografía, acotaciones, diálogos y opiniones, desmenuzamos el entorno en el que nos estamos desenvolviendo, y conocemos muchos de los resortes que operan en las entrañas de esta dramatúrgica ficción interactiva. Es un narrador, entonces, extradiegético y omnisciente, porque nos lleva de la mano, tras bambalinas, e incluso afuera del teatro.
Desconozco si esta jugada ha sido aplicada en otro videojuego, pero de no ser así, estaríamos frente a la primera voz de enfoque narrativo múltiple en la historia del videojuego.
Esta es un recurso que me recuerda un poco a la geografía metafísica de Pedro Páramo, pero traducido a la retórica de las mecánicas. Sin embargo, en el caso de Kentucky Route Zero no se trata de un enfoque sobrenatural, sino metatemporal. Porque el tiempo se espacializa,y podemos pasear entre sus horas.
Controlando al joven Ezra, nos desplazamos horizontalmente a través de una oscurecida arboleda. Una vez que nos adecuamos a la intervención de los arboles en primer plano como modificadores del espacio físico, entra el espacio acústico para suspendernos de la percepción temporal común. La canción y su título [Long Journey Home] enfatizan el largo retorno que supone la vuelta a casa, y las mecánicas se contraponen a esta idea, separando los tiempos narrativos entre los que se mueven Ezra y Conway junto a Shannon. Podríamos hablar de una Disonancia Ludoacústica, que funciona en pos de la Disonancia Cronogeográfica.
Cuando Ezra ha avanzado unos metros, Conway y Shannon llevan kilómetros, están cansados y tristes, y comienzan a sincerarse. Y Ezra lo observa todo, desde una vereda de apenas unos cuantos metros de longitud. Juega un papel importante la presencia de los músicos (Emily, Bob y Ben [los fantasmas de Eqquis Oils]), que hacen el papel de Cantores Gregorianos, porque tanto la letra como la sola presencia de la música nos permite desconectarnos de la presencialidad lineal que supone la audición de los sonidos en el bosque.
Esta técnica va de la mano con la música (un apartado de esta Narratografía que estuve a punto de abrir). Ocurre durante el acto tercero, en el que asistimos a un bar de mala muerte, el mismo que en el interludio de «El entretenimiento». Una vez instalados, Conway y compañía se preparan para un espectáculo musical sin precedentes. Y el jugador se prepara para convertirse por un instante en compositor.
Algo que me parece destacable con respecto a este apartado, y con el resto del diseño del juego; es que en toda la aventura las únicas voces humanas que llegamos a escuchar son voces de vocalistas, en canciones. Y aquí, a diferencia de la banda interpretada por los personajes ya mencionados, es el jugador quien decide la letra de la canción. Un aspecto importante de esta gama de decisiones, es que no está relacionado con esa instantaneidad tan presente en otro títulos, en los que el jugador siente la necesidad de ver su toma de elecciones materializada en el mundo del juego. Aquí lo que decidimos es cómo nos sentimos, qué nos provoca a nivel emocional esta escena, y cómo queremos expresarlo a través de la melodía.
Con el establecimiento de un mapa en el que podemos navegar como si fuéramos un mero elemento cartográfico, ya existe una subversión del elemento del mapeado en el videojuego; porque este ha sido universalmente utilizado para conocer nuestra posición en el espacio geográfico del título, más no para desplazarnos en él, porque eso ya dependía de las mecánicas al caminar.
Kentucky Route Zero, sustrayendo la distancia entre ávatar y entorno, humaniza figuras hasta entonces aparentemente utilitarias, como el camión de Conway. Y el diseño del mundo a través de su cartografía se une a la creación atmosférica que proveen la literatura y el sonido. Si llegamos a un punto de interés, serán estos dos últimos los que nos ubiquen dentro del espacio al que estamos entrando, cambiando el orden de protagonismo entre Conway y el Camión, puesto que es el primero el que ve diluida su presencialidad física, mientras que la rueda como símbolo del coche permanece indeleble .
Además de todo eso, el mapa y el vehículo evolucionan, y su diseño y nuestra forma de interactuar con él van a contribuir a enriquecer la narrativa literaria, acústica y lúdica del juego.
Así, los lineales y estrictos senderos de carretera a los que el camión se encuentra sujeto, son un recuerdo cuando montamos a bordo de la gigantesca águila Julian, y recorremos de extremo a extremo un mapa abierto. Incluso las descripciones de los lugares y micro-historias cambian, porque las estamos observando desde arriba, y no puede ser lo mismo que estar frente a ellas. Luego la carretera se vuelve un cilindro ominoso, en el que la concepción del espacio obedece a reglas puramente oníricas y simbólicas, en los que el camión se ve redimensionado, y la circunferencia se transforma en un disco plano.
Sumando a su característica evolutividad mecánica, el diálogo que durante todo el juego se había limitado a un sólo personaje (que no el mismo), se duplica y se hace simultáneo.
Ezra y Shannon comparten una escena que es la perfecta traslación de esas situaciones en las que estamos hablando con alguien pero en realidad estamos perdidos en nuestros pensamientos. Es algo magnífico, porque aunque ambos cuadros de diálogo se estén desarrollando al mismo tiempo, no podemos, físicamente, leer y procesar ambos a la vez. Si lo intentamos, nos perdemos entre tanta información, y si nos centramos en uno, comenzamos a vagar entre los laberintos de nuestra propia consciencia. Ya no es que elijamos diálogos que repercutan en nuestro estado de ánimo, aquí es al revés; seleccionamos los pensamientos y emociones de los que se van a desprender nuestras palabras. Y cuando toca respondernos, es como si las piezas separadas de todas estas cogniciones, de alguna forma, se vieran conectadas. Es un diálogo con nosotros mismos, y entre los personajes.
Hay una última escena que ha de ser destacada en esta narratografía. Se trata de otro ejercicio en el que se diluyen las percepciones de protagonismo, pero a diferencia de «El Entretenimiento» en donde la disputa era entre los tipos de narrador, aquí es en las personas del verbo. Todas están a la vez.
Otra bipartición, esta vez entre puntero y cuadro de diálogos (principales elementos de la interfaz que median entre juego y jugador). El primero corresponde a Shannon y Conway, a dónde elegimos que se desplacen; y el segundo a los que los observan en primera persona, a quienes les corresponde la elección del diálogo. Luego viene una simbiosis aun mayor, en la que las respuestas dadas en el cuadro de diálogo, van a repercutir directamente en las acciones de Shannon y Conway. Primera persona por la observación de la acción y la intervención en ella; segunda por observarnos (A Shannon y Conway) actuando desde afuera; y tercera por la disposición de la cámara, que observa a ambas personas desde la lejanía. Desde lo ajeno, desde lo propio, desde lo ilusorio, nuestra identidad palidece.
Identificar cada uno de estos dinamismos narrativos no fue difícil, como tampoco lo fue el desarrollar una descripción más o menos precisa. Ahí reside su genialidad. Porque es un diseño que a pesar de ser abstracto en su morfología y en su semántica, nunca deja a nadie sin realmente entender qué es lo que está sucediendo. Como en la literatura del boom, aquí el lector, o sea el jugador, juega un papel tan importante como el del propio protagonista. Este juego nos necesita y no le avergüenza demostrarlo, así como nosotros necesitamos de él. La industria necesita de este juego, aprender de su valentía, de su honestidad a la hora de presentarse, de hacer lo que le venga en gana, y de demostrarnos que eso está bien. Porque el videojuego es un medio para contar historias, y cuando una historia es distinta, sólo significa que podemos aprender algo de ahí, que podemos mejorar, que podemos soñar más alto, e ilusionarnos con lo que va a venir.
Nunca paré, en las ocho horas que duró, de impresionarme con su estética, de enternecerme con sus diálogos tan tristes y tan dejados a la surrealidad. Nunca me detuve porque quería seguir, quería ver con qué otra cosa podía sorprenderme. Estaba extasiado por su creatividad, lo estoy aun después, y sé que lo estaré durante mucho tiempo . Porque es un juego importante. El más importante hasta ahora, para mí. Creo que marca un antes y un después en la sola idea de videojuego. A partir de aquí ya no vale hacernos de la vista gorda, ya no es legítimo decir que no se puede, que ya llegamos a lo más alto. Kentucky Route Zero demuestra que llegar al cielo es el primer paso. Nos invita a soñar con la luna, con las estrellas, con el río perpetuo y con la noche mirándose frente a él.
Y hasta que venga el siguiente prodigio, hasta que llegue el hito máximo dentro del medio y nos diga dónde hay que detenernos, no hay que detenernos. Sea poesía, sea literatura, sea teatro o sea cine, el videojuego los tiene a todos ellos, los tiene a su disposición. Todas las artes trabajando para una sola. Para la forma de expresión que va a moldear el futuro de la década y probablemente del siglo XXI.
Despúes de todo, después de tanto. Lo mejor que puedo decir de Kentucky Route Zero, es que me alegro porque sucedió. Me siento feliz de que haya terminado, y me siento feliz de vivir un mundo en el que esto existe. Me siento feliz de haberle dedicado estas líneas. Me siento bien de haber puesto mi corazón, mi creatividad y parte de mi formación académica al servicio de un videojuego.
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